Que el viaje nos sirva para reconectar
En estos días de asueto, los campos, pueblos y municipios se llenan de vida. Familias enteras se desplazan para visitar a sus seres queridos, para reencontrarse con sus raíces, con la tierra que los vio nacer.
Otros tantos escapan de la ciudad en busca de descanso, de aire puro, de ese silencio que sana.
Y están también quienes buscan alegría, fiesta, música, diversión. Cada quien con su propósito, con su forma legítima de disfrutar el momento.
Lo importante no es el motivo. Lo importante es el respeto. Porque si algo debe prevalecer en una sociedad civilizada, más allá del bullicio, del descanso o de la fe, es la prudencia.
Esa capacidad de actuar sin perjudicar a los demás, de saber que compartimos un espacio con otros que, aunque piensen distinto o busquen cosas diferentes, tienen el mismo derecho a alcanzar su bienestar.
Prudencia al manejar, prudencia al celebrar, prudencia al convivir.
Hay quienes estos días los destinan a la reflexión cristiana, a vivir con recogimiento el sentido espiritual de la Semana Santa. Otros hacen de estas fechas una oportunidad para reconectar con la naturaleza o con amistades que el ritmo del año deja a un lado. En ambos casos, el respeto es el punto de encuentro.
Todo se puede, pero dentro de los márgenes del respeto: respeto a la paz ajena, respeto al entorno, respeto a las normas básicas de convivencia.
Muchos visitantes llegan a comunidades rurales o pueblos costeros llevando consigo no sólo entusiasmo, sino también una carga de residuos que no siempre se gestiona con responsabilidad. Es común ver, después de estos días, parques y calles llenos de desechos dejados por quienes pasaron unas horas agradables, pero olvidaron que la limpieza es un deber compartido. Los ayuntamientos quedan con la tarea pesada de recoger los rastros de nuestra falta de urbanidad.
Pero no se trata únicamente de colaborar con la disposición adecuada de los residuos. Se trata también de reconocer que somos huéspedes, y como tales, debemos comportarnos con decoro, cortesía y agradecimiento hacia las comunidades que nos reciben.
No basta con decir «gracias» al irnos; hay que dejar ese agradecimiento en acciones concretas, en la forma en que usamos los espacios, en cómo tratamos a los lugareños, en qué dejamos atrás cuando nos vamos.
Este año, además, se suma un dolor compartido que debería hacernos aún más conscientes: la tragedia más grande que ha vivido nuestro país en décadas. Un suceso que ha tocado a familias de todas partes, que ha vestido de luto a comunidades enteras, que ha puesto en evidencia lo frágil que puede ser todo en un instante.
En medio de esta Semana Santa, hay sillas vacías, hay abrazos pendientes, hay duelos abiertos. Y eso también nos obliga a ser más humanos, más cuidadosos, más solidarios.
La prudencia no es debilidad, es inteligencia emocional. Es la fuerza tranquila de quien entiende que la libertad no puede ejercerse pisando la del otro. Que la diversión no tiene por qué ser escándalo, ni el descanso una excusa para el abandono. Que la fe no se demuestra simplemente en los templos, sino en los actos sencillos de cada día: recoger lo que tiramos, bajar el volumen de la bocina, ceder el paso, decir buenos días, dejar el lugar mejor que como lo encontramos.
Si algo podemos aprender de este tiempo es que el país es uno sólo, aunque lo recorramos por partes. Que lo que hagamos hoy en un municipio pequeño también impacta a la nación entera.
Que el cuidado del entorno, el respeto a las costumbres locales y la responsabilidad compartida son señales de madurez ciudadana.
Este no es un llamado a dejar de celebrar, ni a encerrarnos por miedo o tristeza. Es un recordatorio de que se puede vivir con alegría, con gozo, con entusiasmo… pero también con conciencia.
Que el descanso no esté reñido con la urbanidad. Que la celebración no sea excusa para el caos. Que el viaje nos sirva para reconectar con el país que somos y el que queremos ser.
Etiquetas
Artículos Relacionados