Que Dios se apiade de nosotros

Que Dios se apiade de nosotros

Que Dios  se apiade de nosotros

Roberto Marcallé Abreu

El jueves y el viernes pasado fuimos testigos de un espectáculo que puede ofrecer una idea de la situación de incertidumbre que nos agobia.

Una multitud de personas, desesperada y abatida, se presentó frente a un centro comercial. Como un río humano, iba de un sitio a otro, en un estado de histeria y confusión.

Los hechos no están claros. Se desconoce el origen de la versión que los motivaba, un supuesto cambio en una de las tarjetas que se concede a ciudadanos necesitados por un paupérrimo subsidio en metálico, algo más de ochocientos pesos (unos 16.35 dólares). El mencionó que los “beneficiarios” recibirían un aumento mientras permanezca la crisis que nadie ignora.

La presencia del virus asesino ha revelado el estado de caos y desorden abrumador predominante en la sociedad dominicana. Este estado de cosas viene de lejos, solo que ahora vierte frente a todos sus entrañas corrompidas y terminales.

Una mirada abarcadora al conjunto hace temer lo peor. ¿Alguna vez, o cuándo, quedará atrás esta pesadilla, este desconcierto, esta angustia, tanto dolor, tanta locura? ¿Y a qué precio?La verdadera actitud de los mandantes y sus socios, se nos revela en las compras de accesorios para hacer frente a este mal sin transformarse en otra víctima (más de una docena de médicos ha sido infestada. Se desconocen los números totales que incluyan al personal paramédico).

Declarar oficialmente un “estado de emergencia” ante una crisis es abrir la puerta a la corrupción más desvergonzada. De inmediato pasan a la acción las “firmas” apócrifas constituidas al vapor o vinculadas al oficialismo, siempre gananciosas de las supuestas “licitaciones”.

En apenas días esas “sociedades” han procurado alzarse con ganancias por sobrevaluaciones ascendentes a miles de millones de pesos. Este es el gobierno y las “autoridades” que nos gastamos en este momento crucial.

No cuentan quienes están muriendo o que agonizan. No importa el monto creciente de infectados, el temor omnipresente. El propósito es hacerse de dinero, quebrar al Estado, proseguir la marcha macabra de la corrupción ilimitada.

La crisis se encumbra, luce incontrolable. Cientos de empresas suspenden a su personal sin darles un solo centavo. Madres solteras, familias numerosas, jóvenes que adelantan sus primeros pasos en el mundo laboral, son empujados a morirse de hambre y sufrimiento en hogares disfuncionales e impedidos de salir a la calle durante trece horas al día por miedo al contagio.

Muchos policías, a su vez, abusan de su condición. Hay documentos visuales de jovencitas, niños, adolescentes, señoras y adultos que son arrastrados ferozmente a los vehículos de la autoridad para ser encarcelados en mazmorras malolientes
El costo de la vida se encumbra hasta niveles insoportables.

La propaganda sobre la llamada “cadena de suministros” es otra mentira. Las filas duran horas. Los estantes de los comercios están vacíos. Un plátano, si aparece, cuesta 25 o 30 pesos. Visitar la farmacia es un viacrucis. Productos esenciales para la higiene y la salud no aparecen.

El colapso es lo que se vislumbra en el futuro de miles de negocios. Los dineros recibidos del exterior para situaciones de emergencia se han volatizado hace mucho. La miseria, el hambre, el desempleo y la enfermedad amenazan al ciudadano. La gran crisis está a la puerta.

Un panorama electoral en este contexto luce como una gran incógnita. Es urgente desalojar a los depredadores, a quienes utilizan el poder y al Estado para enriquecerse hasta la náusea.

El país atraviesa por su mayor gravedad en toda su historia. El mundo civilizado está extraviado, perdido, sin rumbos claros. Presumir sobre el futuro es una osadía. Los presagios no son favorables. Quién sabe si Dios se apiadará de nosotros.



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