El ordenamiento constitucional dominicano se inscribe en la tradición del liberalismo democrático que se proclama Estado Social y Democrático de Derecho.
En términos concretos esto quiere decir que consigna en su Constitución la alianza entre la libertad individual, los derechos sociales y el derecho a la propiedad.
Este pacto institucional es feliz porque existe una relación indisoluble entre la libertad personal y el derecho a beneficiarse del esfuerzo propio. Sin autonomía material no puede existir libertad política, y viceversa.
Es por ello por lo que, en situaciones normales, el Estado no puede despojar a los ciudadanos de sus bienes y debe, además, respetar la presunción de legalidad de éstos. Si los bienes de una persona se presumen ilícitos, entonces el Estado tiene el poder de impedirle una vida digna.
Hasta ahora, y a pesar de sus deficiencias institucionales, la República Dominicana reconoce el derecho a la propiedad. Esto pudiera cambiar si se aprueba el proyecto de Ley de Extinción de Dominio que cursa el Congreso Nacional. Por mucho que sus proponentes traten de disimularlo, ese proyecto implica una reconfiguración —para mal— del derecho a la propiedad.
Lo primero que hace es considerar como simple “afectado” “que afirma ser titular de un derecho” al propietario del bien que está sometido a la extinción de dominio.
Es decir, los dominicanos ya no seríamos dueños de lo nuestro, sino que afirmaríamos ser dueño de lo nuestro.
Esto es pasar de ser propietario a simple guardián de la cosa ajena.
El proyecto también destruye el régimen de buena fe, que es el punto de encuentro entre el derecho a la propiedad y la presunción de inocencia.
Ahora, la adquisición del bien en conflicto podría ser considerada de mala fe incluso por cosas como no pagar oportunamente los impuestos de transferencia. Es decir, que el incumplimiento de una obligación tributaria ya no se sancionará solo con moras y recargos, sino que podría serlo con la pérdida integral de derechos sobre el bien.
También se degradará el valor de los títulos de propiedad inmobiliaria porque, incluso teniéndolos a mano, los propietarios serán simplemente “afectados” que “afirman ser titulares” de un derecho. A todo esto, se debe agregar que ahora, para considerarse adquirientes de buena fe no solo será necesario acudir a las instituciones de registro a verificar el estatus del inmueble, sino que deberá demostrar que no sabía que el vendedor lo había adquirido ilícitamente.
Espanta imaginarse el efecto que esto tendría en el mercado inmobiliario, en la inversión extranjera y en el turismo.
Además, es falso que no existan herramientas para recuperar los bienes fruto de la corrupción. En casos recientes se han recuperado cientos de millones de pesos y se han incautado bienes por mucho mayor valor. La lucha contra la corrupción no justifica el despojo de los derechos de la ciudadanía, sobre todo cuando en la actualidad existen mecanismos para perseguir los bienes. El derecho a la propiedad y la estabilidad económica que tanto esfuerzo nos ha costado no pueden ser sacrificados en el altar de una ley mal diseñada.