Siempre he dicho que la baja conciencia cívica –asociada a la falta de educación y siembra de valores desde la niñez- es uno de los elementos causales más influyentes en las debilidades del armazón social que compone la República Dominicana.
Lanzar basura en la vía pública, robarse la luz roja del semáforo, invadir el paso de los peatones, no pagar la energía ni otro servicio público y hasta asaltar los fondos estatales, son las secuelas de esa ausencia de civismo exacerbada por la impunidad.
Si hiciéramos un inventario de las leyes con que contamos para regular el funcionamiento de la sociedad, la emblemática biblioteca de Alejandría sería una sección minúscula ante la cantidad de páginas que ocupan nuestros marcos legales.
Pero cruzar el contenido de estas legislaciones arrojaría terribles resultados por la cantidad de normativas que compiten entre sí, se solapan, se contraponen, creando graves conflictos de jurisdicción y colisiones institucionales.
Contamos con un Congreso muy creativo, que se pasa el tiempo “evacuando” leyes –las comillas son para acentuar la semántica más castiza del término- sin preocuparse de los antecedentes ni propiciar una mínima auditoría de legislaciones anteriores.
Otro asunto serio es la promoción de las leyes para que los ciudadanos las conozcan y voluntariamente las tengan como muros de contención del instinto.
Múltiples legislaciones pasan de la promulgación a la gaveta polvorienta.
En ciertos casos ni siquiera los órganos públicos “dueños” de las leyes las conocen y mucho menos las promueven.
En la actualidad el Gobierno debería propiciar una gran campaña de socialización e instrucción de leyes como la 63-17, de Movilidad, Transporte Terrestre, Tránsito y Seguridad Vial de la República Dominicana y 155-17 contra el Lavado de Activos y Financiamiento del Terrorismo.
Ambas imponen cambios de alta trascendencia, reformas de gran calado que la sociedad debería conocer a fondo para poder cumplirlas con conciencia, esa conciencia cívica que tanto nos falta.