
La respuesta parece sencilla pero no lo es. Podríamos señalar al gobierno, a la falta de planificación urbana, a las calles estrechas o a la ausencia de un transporte público eficiente.
Y todo eso pesa, claro que sí. Sin embargo, el primer obstáculo no está en el asfalto, ni en los semáforos descompuestos, ni en los elevados que se quedan cortos a los pocos meses de inaugurados. El primer obstáculo está en nuestras cabezas.
Es imposible solucionar lo exterior si no organizamos el interior. Mientras sigamos conduciendo con la mentalidad de que la vía es solo para nosotros, no habrá orden posible.
Los tapones que enfrentamos todos los días son la consecuencia de un caos interno colectivo, un reflejo de la falta de respeto, de la prisa desmedida y de la ausencia de conciencia ciudadana.
El tránsito es, en esencia, un ejercicio de convivencia. La calle es el espacio donde más nos encontramos como sociedad, el punto de encuentro inevitable donde coincidimos ricos y pobres, hombres y mujeres, jóvenes y viejos. En lugar de convertirlo en un reflejo de cooperación, lo hemos transformado en un campo de batalla. La bocina se ha vuelto un arma, el retrovisor un escudo, y el tiempo perdido el combustible para la frustración diaria.
La solución al caos del tránsito empieza en lo individual y crece hasta lo colectivo. No hay otra ruta. Es como armar un rompecabezas de miles de piezas.
Nadie puede completarlo solo, pero cada quien tiene la responsabilidad de colocar la suya en el sitio correcto.
Al hacerlo, la imagen del orden que tanto añoramos empieza a tomar forma. El problema es que muchos no quieren esperar que el otro coloque la pieza siguiente y peor aún algunos, por desconocimiento o desinterés, fuerzan piezas donde no van, desbaratan lo ya armado o directamente las quitan.
Estos últimos son los más y ahí radica la gran paradoja. Mientras unos intentamos construir con paciencia, otros destruyen con egoísmo. No porque sean malas personas necesariamente, sino porque no han entendido que el tránsito no es un asunto privado, sino un pacto colectivo.
La gran pregunta es cómo romper este círculo vicioso. El primer paso es aceptar que el cambio empieza en mí. Cada vez que respeto un semáforo, que cedo el paso a un peatón, que evito bloquear una intersección, estoy colocando mi pieza. Puede parecer insignificante, pero es lo que va sumando hasta completar la figura.
Después viene lo colectivo. La educación vial desde las escuelas, las campañas permanentes de concientización, las sanciones aplicadas de manera real y la inversión en transporte público digno. Porque no debemos engañarnos, ninguna ciudad del mundo resolvió los tapones con más calles o más elevados.
Las que lograron avances lo hicieron apostando a un transporte público eficiente, seguro y puntual que convenciera al ciudadano de que dejar su carro en casa no era un sacrificio, sino una ganancia.
Lo que hoy vivimos no es casualidad, es un espejo de lo que somos como sociedad. Los tapones reflejan nuestro desorden, nuestra impaciencia y nuestra costumbre de buscar atajos aunque sepamos que complican más las cosas.
Si seguimos poniendo piezas equivocadas o quitándolas, el rompecabezas nunca se armará. Pero si cada uno asume su parte, aunque parezca pequeña, el cuadro completo podrá verse algún día.
La ciudad sin tapones eternos no llegará por decreto ni por milagro. Llegará cuando entendamos que movernos por la ciudad es un acto colectivo, que mi libertad termina donde empieza la del otro y que el respeto en la vía no es un favor, sino una obligación.
La pregunta entonces no es por qué no se acaban los tapones. La pregunta real es cuándo vamos a decidir, de una vez por todas, organizarnos por dentro para empezar a resolver lo de afuera.