La violencia es un lastre que arrastra al pueblo dominicano hacia lo más primitivo de su herencia genética. Domesticarla parece una tarea más allá de las fuerzas de quienes hoy día nos dejan, en los espacios públicos y privados, muestras fehacientes de esta mancha.
Con un ejercicio simple de la razón se puede entender que los accidentes de tránsito son evitables, pero ocurren. Sin embargo, por alguna razón a muchos se nos hace imposible llegar a esta simpleza lógica y ante cualquier roce, del que no ha salido nadie lastimado, somos capaces de producir daños colaterales que nada tienen que ver con el choque de vehículos.
La reflexión anterior viene a este espacio a propósito de la “tabaná” que le propinó un energúmeno a una mujer con la que tuvo un accidente de tránsito en una intersección de Baní.
El hecho ocurrió el fin de semana y a continuación una ola de indignación, que no cesa, no ha dejado hueso sano en el autor del atropello físico.
¿Cuántos de los que juzgan desde fuera llevará consigo la tara del carácter que permite que ocurran hechos como este? Imposible saberlo, pero la pregunta no es retórica. Ocurre tantas veces en nuestras calles que acaso debiera ser evaluada la pertinencia de llevar a nuestro sistema educativo la asignatura de “tránsito”, o urbanidad.
Un accidente de tráfico se produce por razones variadas, pero en el caso de que el hecho arroje daños materiales o personales de consideración, corresponde a los involucrados presentarse ante la autoridad a reportar el hecho. Y si les resulta imposible ponerse de acuerdo sobre cuál de los involucrados fue el causante, la ley establece la manera de proceder y ante quién hacerlo.
Este tipo de violencia ocurre tantas veces que después de tirar la piedra contra el primitivo de Baní, debiéramos ser capaces de buscar dentro de nosotros, a ver si nos corresponde civilizar a nuestro monstruo interno.