La semana pasada la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra (PUCMM) celebró su Semana de Investigación 2018. Como en todas las anteriores, fue una excelente oportunidad para que investigadores pudieran dar cuenta de sus avances, sus inquietudes e intuiciones a públicos diversos, generó a la vez un fértil diálogo entre investigadores de diversas disciplinas y espero que haya despertado la vocación por la investigación entre algún estudiante o docente que asistiera.
Hay una cuestión fundamental de entrada. No puede existir una universidad de calidad sin que tenga investigaciones en curso. Se llame Harvard, Cambridge o PUCMM, sin investigación no hay universidad. Aquellas instituciones que tienen ese nombre pero únicamente “dan” clases, no son universidades como tales.
La investigación en la universidad puede estar integrada a la docencia, cuando el investigador es docente y sus cursos integra estudiantes que se convierten en colaboradores de la investigación, pero también puede la universidad tener equipos de investigación al margen de la docencia fruto de acuerdo con empresas o instituciones privadas.
Entre ambos extremos ocurren muchas modalidades. Una cosa está ampliamente demostrada, el estudiante que investiga como parte de su formación profesional alcanza niveles superiores que aquel que únicamente memoriza textos.
¿Por qué hacemos ciencia? Sea en la universidad o fuera de ella, la ciencia es la respuesta del ser humano ante el hecho evidente de que la realidad no se nos manifiesta tal como es de manera inmediata a nuestra percepción. Es la ciencia lo que nos separa de los animales e incluso de los seres humanos que viven primitivamente sometidos a sus instintos básicos.
En el cuarto de millón de años que le ha tomado a nuestra especie estabilizarse en el planeta, sólo en los últimos 500 años hemos podido desarrollar la ciencia como una disciplina sistemática, con resultados significativos y que ha modificado totalmente el desarrollo de la especie humana.
Por supuesto los griegos desde el primer milenio antes de nuestra era hicieron grandes aportes al pensamiento racional y sobre los rudimentos de la investigación empírica, pero no fue hasta el renacimiento que hombres y mujeres comenzaron a estudiar la realidad sin justificarla en discursos religiosos o creencias populares.
El sentido común, las creencias o las tradiciones populares no son un buen apoyo cierto para interpretar los fenómenos y transformarlos para bien de la especie humana.
Ni los que convulsionan están endemoniados, ni el hambre de los niños pobres es porque las brujas se los chupan, ni las mujeres son inferiores porque salieron de una costilla de hombre, ni el presidente Trump es la antesala de la segunda venida de Cristo, ni tantos disparates que se dicen sin demostración científica superan la categoría de estupidez.
En el caso de las creencias es grave el problema, porque ni están fundamentados en criterios científicos, ni son una experiencia de Fe como muchos simples lo consideran. Creer es una cosa, tener Fe es otra bien diferente.
En la tradición cristiana la Fe es un don que regala Dios a quienes se lo piden y su manifestación es el amor por los demás, especialmente los más pobres y marginados.
Creer es simplemente considerar como verdadera una explicación que no ha sido sometida al rigor de la razón, por tanto se puede creer en cualquier disparate. Quienes se consideran religiosos por ser creyentes no superan el estadio de la magia o el animismo primitivo.
Una Fe adulta demanda formación en ciencia, al menos en la tradición católica, por lo que la ciencia sea un eje esencial en una universidad católica es inherente a su naturaleza. Quienes predican una contradicción entre Fe y Ciencia se debe a uno de estos motivos: o no vive, ni entiende lo que es la Fe, o no tiene formación científica de verdad. Para quienes alcanzan la madurez en su Fe y han cultivado la formación matemática y disciplinar en una área la ciencia, lejos de oposición, encuentran una hermosa armonía entre ambas.