¿Por qué estamos solos en la muchedumbre?

La modernidad, Bauman dixit, a propósito de la ambivalencia y la incertidumbre que caracterizan lo moral, sabía, por sí misma, que estaba herida de muerte, aunque pensaba que la herida era curable. De ahí que nunca dejara de buscar paliativos, zigzagueados en la disyuntiva de si el ser humano es esencialmente bueno, y el progreso de la historia lo distorsiona; o si bien, es esencialmente malo, y la historia debe ir en la dirección de coartar, proscribir, castigar y vigilar sus naturales impulsos.
De hecho, la sobrevivencia de la modernidad, cuyo declive se produce pasada la mitad del siglo XX, descansa en la creencia misma de esa cura, en la que cada día reflexiona y se autocritica.
Esa es la forma en que se asume y se comprende la solución de los conflictos y de los problemas del individuo.
El de la pérdida progresiva del sentido gregario, que parecería natural al ser humano; del amor al prójimo, que es, según Freud, consustancial a la civilización como fenómeno, y de la solidaridad, en tanto que espejo del cuidado del otro y liberación de la culpa individual es, sin duda, un conflicto que, heredado de la era moderna, gravita en la posmodernidad, trastocando la concepción del yo y su posición en la sociedad.
Nos ha tocado vivir un mundo de salvaje y rampante individualización. Un mundo en el que, aun en medio de la muchedumbre, el ser humano está cada día más solo; más desconcertado, en medio del progreso del conocimiento y las ciencias naturales; más deshumanizado, a pesar de que la racionalidad tecnológica se orienta a humanizar, mejorar y prolongar la vida; más pobre y hambriento, aunque haya crecimiento económico y una descomunal producción de alimentos; más incomunicado, pese a la proximidad virtual, contra la tópica, y la sofisticación y versatilidad de artefactos que nos permiten estar conectados, aunque no siempre comunicados; más herido por guerras, a pesar de los mecanismos globales para la paz.
Las relaciones humanas de hoy son utilitarias o de bolsillo. El espacio, antes humanizado, del acto de entablar relaciones cuerpo a cuerpo ha sido reemplazado por la imperiosa necesidad de estar patológicamente conectados. Antes pertenecíamos a una comunidad social integrada por individuos, instituciones, familias.
Hoy nos conformamos con ser parte de una red social, una comunidad digital caracterizada por la ubicuidad, la inmediatez y la falta de compromiso, dado que el vínculo depende de dar o no a la tecla “delete”, y no habría cargo de conciencia por ello. Los individuos de esta sociedad moderna líquida parecemos huérfanos de solidaridad y espíritu gregario.
Padecemos hoy día el imperio de una racionalidad líquida consumista, en cuya base sobresale el pivote de un insufrible déficit de afectividad y una grave ausencia de sentido de compromiso. Si bien son artefactos útiles para la cotidianidad, cabría preguntarse si, por ejemplo, un teléfono inteligente u ordenador acercan, al conectar, o más bien, distancian.
Ya ni hablamos, voz a voz, porque prevalece el recurso de chatear, en función de que su costo es menor.
En vez de relaciones humanas lo que nos mueve hoy es la relación costo-beneficio; incluso, en las interacciones más afectivas como el amor entre parejas, el amor filial, las relaciones laborales y sociales. Porque estemos físicamente próximos no estamos emocionalmente cercanos o acompañados.
La conexión nos libra de la distancia. Pero, conectarse virtualmente no garantiza superar la distancia afectiva. Estar conectados no significa estar relacionados. La solidaridad es una víctima de la posmodernidad. ¿Cuáles atributos puede mostrar un individuo solitario en medio de una muchedumbre? Incertidumbre, perplejidad.
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