El sufrimiento es uno de los argumentos que más crea dudas sobre la existencia o el accionar de Dios entre los ateos y creyentes que no conocen a profundidad lo que Dios puede hacer a través de las malas situaciones.
Los primeros entienden que la persistencia del dolor y la maldad son evidencias que refutan la existencia de un Ser que “todo lo ve” y “todo lo sabe”; los segundos, experimentan confusión cuando atraviesan por esos momentos.
Esto sucede porque en nuestra limitada manera de pensar tendemos a creer que un “Dios amoroso y bondadoso” no es capaz de permitir el dolor para provocar una transformación o bien mayor al que estamos recibiendo. Pero, ¿y si fuera así?
Romanos 5:3-4 confirma que las tribulaciones producen en nosotros paciencia; y la paciencia, prueba; y la prueba, esperanza; carácter probado y perseverancia.
De modo que, aunque no sea Dios quien las provoque, él utiliza el sufrimiento para promovernos. ¿Por qué? Lamentablemente aprendemos “a las malas”.
Lo vemos en nuestros hijos: les ponemos límites y los castigamos cuando no se portan bien. ¿Los castigamos por maldad? ¿Porque no los queremos? ¿No existimos por eso? No. Lo hacemos para que entiendan que deben esforzarse para ser mejores, que las cosas malas traen consecuencias, y para que maduren.
Dios sufre cuando ve uno de sus hijos sufrir, así como un papá sufre cuando castiga uno de sus vástagos; pero lo permite para lograr una persona de bien, que sea más fuerte.
¿Qué pasaría si Dios nos quitara todo el dolor? Terminaríamos siendo igual a los niños que no son bien educados: malcriados, incapaces, inútiles e inservibles.
Por tanto, el sufrimiento es un escalón hacia una carácter mejor; además, “Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes lo aman, pero esto es para los que han sido llamados de acuerdo con su propósito” (Romanos 8:28).