A este propósito recuerdo una idea sentenciosa de Zygmunt Bauman, respecto de las características primordiales del arte en la sociedad presente que dice: “La vida de la modernidad líquida es un ejercicio cotidiano de fugacidad universal”. La política, se suele sustentar, es el arte de la simulación.
Detrás, y quizás como fundamento de toda acción política, hay oculta la dinámica de una simulación, de un simulacro que, como lo adelantó Jean Baudrillard, pasó de lo fáctico a lo “fractal” mediante la pantalla, pero con la misma pretensión ideológica seductora.
Producto del apogeo y la aceleración del medio digital, la fugacidad implícita en la simulación del político ha pasado de los medios de comunicación de masas y del espectáculo presencial a un accionar incesante, estresante y agotador a través de las redes sociales y de los artefactos y plataformas digitales.
El ejercicio filosófico, que dio como resultado el pensamiento complejo en Edgar Morin, manifiesta la vocación de permanencia interrogativa, crítica, dialógica y siempre orientada a la creación de nuevos conceptos frente a los acontecimientos y la realidad venidera, por parte de la filosofía.
La ética, en la medida que se ocupa del “ethos”, de la costumbre y del carácter de un individuo o una cultura, parecería ser la disciplina filosófica mejor encaminada a contribuir a mejorar la sociedad y encaminar el mundo hacia un mejor destino.
Si bien Aristóteles, desde su “Ética a Nikómako”, y los precedentes de las escuelas griegas estoica y epicúrea, más el ingrediente moral de los sofistas y hedonistas, intentaron modelar el comportamiento, el carácter o la conducta de los individuos y de la sociedad, pretensión que en algunos de sus preceptos básicos durará en la patrística, la escolástica, la mística y la ascética medievales, la ética de Spinoza, los fundamentos de la crítica kantiana y el trascendentalismo, comprendiendo además las lecciones morales en Hegel, hasta llegar a los fundamentos ontológicos de Heidegger o los preceptos éticos de Arendt, Levinas o Jonas, entre otros más recientes, como Adela Cortina; si bien, subrayo, constituyen esfuerzos por lograr que se impongan el bien sobre el mal, la paz sobre la guerra, la justicia sobre la injusticia y la vida sobre la muerte, la política, en cambio, ha escamoteado esos propósitos de la filosofía, en procura del logro de sus objetivos coyunturales, demasiadas veces mercuriales o de desbocada vocación narcisista y, consecuentemente, de poder autoritario.
La política hoy día, contrario a la filosofía, en la medida en que se atiene al simulacro, se resuelve y consuma en el ámbito de la fugacidad universal. Ya no es en la razón, como procuraba Carl Schmitt, donde habría de fundamentarse la intención política, la homogeneidad democrática.
Ahora es en la oportunidad, a veces irracional, de llegar al poder, contando incluso con armas como la manipulación digital de los datos de los individuos o la utilización de desinformación para confundir y teledirigir a los votantes.
Ahora tiene más trabas el pueblo llano para interpretar su propia voluntad democrática. Como finalidad ulterior, la política actual no parece procurar el bien en sí mismo ni el servicio a las mayorías necesitadas, sino la permanencia a toda costa en el poder.
He ahí un intersticio donde el pensamiento filosófico, junto al jurídico y político, tendría espacio de construcción analítica, de propuestas salvadoras, más allá de cualquier tipo de moral individual o colectiva.
La filosofía aporta a la creación de conciencia acerca de la necesidad de construir el consenso que haga del destino de un Estado, el mismo de su comunidad. Filosofa quien, por encima del interés inmediato, otras veces mezquino del político, eleva la mirada hacia el mejor porvenir.