Uno de los postulados centrales de la teoría de la comunicación en el filósofo y psicólogo Paul Watzlawick (1921-2007), el cual da título a uno de sus libros (Herder, 2014) reza: “No es posible no comunicar”.
El destacado investigador del grupo de Palo Alto y figura prominente del constructivismo radical, coautor también, junto a Janet Beavin y Don Jackson de “Teoría de la comunicación humana: interacciones, patologías y paradojas” (Herder, 2002), sustenta cinco axiomas del sistema comunicacional humano de entre los cuales “Es imposible no comunicarse” es el primero; seguido de “Toda comunicación tiene un nivel de contenido y un nivel de relación, de tal manera que el último clasifica al primero, y es por tanto, una metacomunicación”; el tercero dice “La naturaleza de una relación depende de la gradación que los participantes hagan de las secuencias comunicacionales entre ellos”; el cuarto indica que “La comunicación humana implica dos modalidades: la digital (verbal o lo que se dice) y la analógica (no verbal o cómo se dice)”, mientras que el quinto señala que “Los intercambios comunicacionales pueden ser tanto simétricos (basados en la igualdad) como complementarios (basados en la autoridad)”.
A propósito de la interrupción, como recurso para hacer fracasar la comunicación, cabría resaltar su estrecha relación con el primer axioma de Watzlawick. Cuando alguien interrumpe a otro con quien se supone ha de entablar comunicación, lo que procura es cesar la acción de construcción de sentido del lenguaje oral, presumiendo que hace posible la incomunicación, sin advertir que está comunicando su deseo de no comunicar.
En su aparente dislate, el interruptor traslada, o bien, metacomunica a su interlocutor y a la audiencia su fallida estrategia de no comunicar(se).
No obstante, la interrupción como estrategia de (in)comunicación, resulta en ocasiones redituable o beneficiosa, especialmente, si se consigue con ella que el significado final del acto de comunicación resulte en completo ruido.
Por ejemplo, si en una conversación o un debate de ideas una de las partes no tiene nada importante que decir o que plantear, entonces, interrumpir a su interlocutor u oponente crearía la percepción de que logra el vil propósito de que el otro no pueda ser escuchado.
Si los argumentos para contestar se apoyan en puntos débiles y son además rebatibles, controvertibles y en el peor de los casos, refutables e infundados, entonces, el estratega de la incomunicación, apoyándose incluso en relaciones asimétricas de poder, interrumpe constantemente, de manera que sus vulnerabilidades no queden expuestas al desnudo.
Si sus actos y su trayectoria tienen bastante cola ética, vacíos morales que cortar y han sido evidenciados a la sociedad sin tapujos y con absolutos fundamento y propiedad, para no lucir inerme, desvelado, descubierto o desnudo, entonces, el interruptor hace su oficio, interrumpe al otro, hace ridiculeces, tanto verbales (lo digital del axioma cuarto) como con payasadas gestuales (lo analógico) y de esa forma pone una cortina de humo entre la palabra y su sentido, degradando con ello el acto comunicacional en sí mismo.
Si el interlocutor u oponente esgrime principios basados en buena y objetiva información, como el estratega de la interrupción no tiene recursos con qué devolverle, parece aconsejable emplearse a fondo en el pretexto, la negación, la mentira y la desinformación. El ruido se convierte en su objetivo ulterior, en metacomunicación.
En esta nueva normalidad impuesta por la pandemia, en la que imperan la conectividad total y la horizontalidad comunicacional, utilizar la interrupción parecería ser, a simple vista, más eficaz que la racionalidad.
En la era de la atención digital y de la hipnosis desinformativa, interrumpir luciría un recurso más fértil que argüir. Pero, la razón sabe esperar.