Hace varios días que vengo resistiendo la tentación de escribir lo que hoy, finalmente, no puedo retener más dentro de lo más recóndito de mi propio ser.
No quería hacerlo por no jugar el papel de alarmista ni de Casandra alentador de grandes presagios. Pero pienso, por otro lado, que callarlo rayaría en la pusilanimidad y la irresponsabilidad ciudadana.
Me refiero al pensamiento que me asalta cada vez con mayor frecuencia, de que los crímenes espeluznantes que a diario están sacudiendo el alma nacional no son obra de la casualidad, ni tampoco son fruto exclusivo de las actividades relacionadas con el narcotráfico, sino que más bien pueden formar parte de un plan desestabilizador para sumir al país en un caos que permita a sus autores o propulsores pescar en río revuelto.
¿Un plan político? ¿Una maniobra internacional? ¿Una estrategia militar? ¿Cuestión de economía y negocios? No lo sé, ni me aventuro a especular. Pero esas decapitaciones, esos secuestros, esos descuartizamientos, esos atracos, esos cadáveres que aparecen en las cunetas sin ton ni son no me parecen desconectados los unos de los otros.
¿A quién le dejo la tarea? ¿Y si, tratando de ayudar, me equivoco y pongo la iglesia en manos de Lutero? Lamentablemente, lo mío es solo una aprensión, la expresión de unos temores.
Si mis temores son justificados, los promotores del caos dirán para sus adentros: Este tiene razón, pero nadie le hará caso, ja, ja, ja. Y si mis miedos carecen de fundamento, el primero en alegrarse seré yo mismo. Pero mientras tanto, ¡ojo pelao!