Luciano Pavaroti fue en vida, aparte de un tenor extraordinario, un personaje muy simpático.
Como lo es también Plácido Domingo.
Cuando se presentaban juntos en el escenario, bromeaban entre sí como si fueran grandes camaradas. Sin embargo, es sabido que entre ellos existió cierta animadversión provocada por los celos recíprocos que ambos sentían, siempre bien disimulados por la buena educación de ambos.
Cuentan que una vez se encontraban por casualidad ambas luminarias del canto en el aeropuerto J. F. Kenedy, de Nueva York, y no les quedó más remedio que saludarse mutuamente.
¿Cómo andas, Plácido? Tanto tiempo sin vernos, saludó Pavaroti.
Excelente, Luciano, respondió Plácido, vengo de un concierto en la Scala de Milán; el teatro estuvo completamente lleno y mi actuación fue realmente fabulosa. Tuve que salir a saludar 35 veces, y una estatua de la Virgen María que se encontraba a la derecha del escenario, lloró. ¿Y tú, Luciano, cómo andan tus conciertos?.
No te imaginas, Plácido, respondió rápidamente el italiano-, lo que fue mi concierto en esta bella ciudad de Nueva York. Canté como nunca había cantado a teatro lleno, arias, canzonettas, bises y cada vez la gente aplaudía más.
Tuve que salir a saludar 62 veces, y al final de los aplausos se produjo un hecho increíble: desde una cruz tamaño natural que había al borde del escenario, se liberó Jesús, y viniendo hacia a mi, abrazándome, me dijo: Tu sí que cantas bien, no como ese otro gallego desgraciado que hizo llorar a Mamá.