Cuando Francis Fukuyama (Chicago, 1952), en su ensayo titulado “Identidad. La demanda de dignidad y las políticas de resentimiento” (Deusto, Barcelona, 2019) explica su particular concepto de identidad moderna lo hace remontándose al diálogo “La República” de Platón, para luego reconstruir una estela histórica que comprende a Kant, Hegel, Lutero, Rousseau, Herder, Erickson, Taylor y Huntington, entre otros.
Del pensador griego extrae el concepto socrático del “thymós”, que como tercera e independiente parte del alma (las otras son el deseo y la razón) engendra en el espíritu la ira y el orgullo.
En el “thymós” está la base de los juicios de valor sobre sí mismos y sobre la dignidad de los individuos. De ahí que, al mismo tiempo, ese principio sea el fundamento de la política de identidad, en tanto que reclamo de reconocimiento de un yo interior que se resiste a aceptar los condicionamientos establecidos en un orden exterior (yo externo), pero también, funge de base de la ira y el orgullo, que pueden convertir la valentía de los guardianes thymóticos en políticas de resentimiento, odio y violencia.
En esto último se acrisolan el racismo, el nacionalismo populista, el separatismo extremista, el integrismo religioso y cultural, las limpiezas étnicas y demás formas violentas de pretensión sistemática de hacer valer una identidad sobre otras (lo superior sobre lo inferior, la megalotimia por sobre la isotimia).
Al afirmar que el aumento de la política de la identidad en los regímenes democráticos liberales del presente se convierte en una de las principales amenazas a las que se enfrentan, en términos de estabilidad y paz social, Fukuyama está advirtiendo, con razón, que estaremos condenados a prolongar el conflicto; es decir, a ralentizar o imponer recesión a los procesos democráticos, excepto que desarrollemos la capacidad de retornar conscientemente a los preceptos y significados más universales de la dignidad humana.
Porque, en definitiva, en la sociedad contemporánea, la política de la identidad está siendo impulsada, cada vez con más vigor, por la procura de igualdad en el derecho al reconocimiento de grupos que históricamente han sido víctimas de marginación o exclusión en sus entornos sociales.
Esos reclamos son el resultado de un proceso de modernización constante en la forma de entender el yo y su contexto exterior limitante, acelerado por la rápida transformación de las estructuras económicas y tecnológicas, como también, por la globalización de los derechos humanos fundamentales, en tanto que dignidad de todos, y la digitalización de la comunicación.
¿Dónde está el peligro? Estriba en que un determinado reclamo de dignidad o reconocimiento, de valoración del yo interno inclinado más hacia el orgullo y la ira identitariamente particularistas, se colectivice, se homogenice hasta transformarse en ideología megalotímica.
Es lo que ha pasado en el mundo musulmán contemporáneo, donde “la identidad colectiva está tomando la forma del islamismo, es decir, la demanda de reconocimiento de un estatus especial para el islam como base de la comunidad política” (pp.70-71). Aquí se procura una determinación religiosa de la identidad nacional.
Pero, también puede ocurrir con otra religión, otra ideología, otra cultura, grupo o Estado que presuman de ser superiores.
Desde la identidad étnica, ejemplos del pasado siglo XX muy notorios son el genocidio armenio en la Primera Guerra Mundial, que luego inspiró el Holocausto en la segunda gran guerra; la violencia sistemática, aunque impulsada por el extremismo ideológico maoísta de Pol-Pot y el Khmer Rouge en la Camboya de los sesenta; el exterminio de parte de la minoría tutsi por los hutus en la Ruanda de inicios de los noventa y las matanzas sistemáticas a finales del siglo en la región de los Balcanes, entre otros.