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Peajes con propósito, no con abuso

Víctor Féliz Solano Por Víctor Féliz Solano
Víctor Féliz Solano
📷 Víctor Féliz Solano

El reciente anuncio de que el peaje del kilómetro 32 de la autopista Duarte comenzará a cobrarse en ambos sentidos, con un costo de 100 pesos cada vez, ha generado opiniones encontradas en la opinión pública.

Algunos lo ven como una carga adicional para los ciudadanos que ya enfrentan altos costos de vida y movilidad. Otros, como yo, entendemos esta medida como una acción necesaria y oportuna si se aplica con sensatez, planificación y un alto compromiso con la transparencia.

Más allá del debate inmediato, esta medida debe enmarcarse dentro de una visión más amplia de política pública: la necesidad de regular el uso excesivo e irracional del vehículo privado en nuestro país. Durante años, hemos visto cómo el parque vehicular crece de manera acelerada, mientras que el transporte público sigue siendo una promesa inconclusa.

Las autopistas y carreteras están cada vez más saturadas, y el tiempo que pasamos en el tráfico impacta directamente en la productividad, la salud mental, la economía familiar y el medio ambiente.

En muchas ciudades del mundo, este tipo de peajes se utiliza como herramienta para lo que se denomina “peaje de congestión”.

Se trata de una estrategia que busca desincentivar el uso del automóvil en horarios y tramos de alta demanda, con el fin de reducir la congestión, mejorar la circulación y, al mismo tiempo, disminuir la contaminación ambiental y el consumo de combustibles.

No es sólo una medida recaudatoria, sino una forma inteligente de administrar mejor la movilidad y promover alternativas más sostenibles.

No obstante, como toda política pública que toca el bolsillo del ciudadano, su aplicación debe hacerse con criterio. Considero que este nuevo cobro en el kilómetro 32 debe iniciar de manera gradual, implementándose primero en horarios pico, aquellos en los que el tráfico alcanza su mayor intensidad.

De esta manera, se envía un mensaje claro de racionalidad sin afectar innecesariamente a quienes transitan por esa vía en horarios menos congestionados, muchas veces por razones laborales, de salud o personales ineludibles.

La segmentación por horarios también permitiría al Estado monitorear el impacto real de la medida, evaluando comportamientos, efectos en el tránsito, en los niveles de contaminación y en los patrones de movilidad. Con esos datos en la mano, se puede ajustar la medida en el tiempo, hacerla más justa y efectiva, y demostrar que no se trata de una simple fuente de ingresos.

Ahora bien, el componente más importante de todos —y el más frágil históricamente en nuestra administración pública— es la transparencia. No basta con cobrar. Hay que decir, con absoluta claridad, qué se va a hacer con ese dinero. ¿Será para

mantenimiento vial? ¿Para mejorar el transporte público en las zonas aledañas? ¿Para reforzar la seguridad vial y la señalización? ¿O terminará diluyéndose en un mar de gastos que nadie puede explicar con precisión?

Los ciudadanos tenemos el deber de exigir respuestas. La confianza pública sólo se construye cuando hay rendición de cuentas. Cada peso que se cobre en ese peaje debe estar trazado, auditado y reportado periódicamente.

Debe haber un portal visible, informes trimestrales y mecanismos de seguimiento ciudadano. Si el Estado aspira a que esta medida sea aceptada y respetada, debe dar el ejemplo con una administración ética, eficiente y abierta.

Finamente, cobrar el peaje en ambos sentidos puede ser una medida acertada, siempre que se implemente con prudencia y se sostenga con responsabilidad.

Si se hace bien, puede convertirse en un paso importante hacia una movilidad más sostenible y una gestión más moderna del tránsito en nuestro país.

Pero si se hace mal, sin transparencia ni sensibilidad, se convertirá en una fuente más de malestar y desconfianza. Y ya sabemos que ese es un camino muy costoso para la democracia y la convivencia.

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