Efraím Castillo nos narra sus experiencias humanas en la enmarañada década de los sesenta que estremeció nuestro hemisferio. En su novela “Guerrilla nuestra de cada día” (SD: Editora Cole, 2002), la verdadera guerrilla de esta obra se da dentro del plano de las ideas del mismo autor que nació a su conciencia en esos tan turbulentos entonces.
Castillo se cuestiona en este punto del tiempo el efecto que ejercen las ideologías sobre los individuos. Su obra es si se quiere una autobiografía espiritual en la que saca balance de una época. Como se sabe, eran los tiempos del reinado del existencialismo de Sartre, de Camus y otros pensadores existencialistas, de la teoría del compromiso, de la Revolución Cubana, la Guerra de Vietnam, la de Abril de 1965, la de la Crisis de los Misiles, del 1J4, en fin, era la época en que la “Guerra Fría” alcanzó su punto álgido.
Es, en ese laboratorio hirviente de luchas y contradicciones, que surge la generación de poetas y escritores a la que Castillo pertenece. Este sugiere en su obra que no vale la pena soñar en un mundo dominado por ideologías. Los ideales están hechos, como la vida, con el mismo material de que están hechos los sueños, parodiando a Shakespeare.
Así las cosas, Efraím, al mirar en retrospectiva aquellos tiempos, ya no toma en serio ninguna ideología, por ser fantasmas que no nos dejan expresar como personas con libertad individual para pensar, sentir y tomar decisiones con plena conciencia, sin tener que rendir cuentas más que a nosotros mismos.
No en balde el narrador opone el exorcizante y relajante sexo existencialista a las ideologías y a la mucha seriedad con que asumimos posiciones en la vida.
Convenimos con Castillo en que no debemos perder de vista la contundente realidad de la Tierra, que es la naturaleza egoísta de los seres humanos. Un ejemplo palmario de esta gran verdad es el del dictador soviético Stalin, que ahogó en sangre las contradicciones del poder en la ex URSS, contradicciones que, ciertamente, ya Lenin las había previsto, pero que no vivió para haberlas visto.
El asesinato de Trotsky, la disidencia de Solzhenitsin, los suicidios de Mayakovski y Esenin, el ultraje a Boris Pasternak y el “grito oculto” con que el poeta Evgueni Evtuchenko denunció al mundo el estatismo asfixiante de la Rusia de los cincuenta, demuestra que el advenimiento de Stalin al poder cambió el sentido de la historia para los partidarios sensatos de la ideología socialista. No por nada el poeta Neruda dijo en la celebración del XX congreso del PCUS que algo dentro de él se había derrumbado tras su denuncia de los crímenes del dictador soviético.
El socialismo proyectó una sociedad sin clases pasando por alto que los seres humanos, al final, se salen con la suya por la naturaleza contradictoria que los orienta; llevan en su interior su bíblico becerro de oro. Está en su misma condición terminar siendo como lo que son, seres a los que solo los mueve dos cosas: la pasión y los intereses.
En una palabra, solo hay redención en el individuo, no en las masas, conclusión a la que también llegó Andrés L. Mateo, otro integrante destacado de la llamada generación maldita de los sesenta, en su novela “La balada de Alfonsina Bairán”. (1985)