Para transformar el estado de cosas
En una de mis novelas publicadas en el año 2006, “Contrariedades en la mezquina existencia del señor Manfredo Pemberton”, un oficial de los servicios de inteligencia recibe el encargo de investigar un personaje de quien se presume, sin confirmación, que podría tratarse de alguien “potencialmente peligroso”.
Al evaluar sus informes, la intranquilidad del teniente Dionisio Alcántara se acrecienta. “Sentimientos y emociones empezaron a luchar en su interior” es como lo describe el autor.
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El hecho se debe a que el oficial no ejecuta su labor “de una manera mecánica o rutinaria. Se esfuerza y procura comprender las motivaciones de un ser humano”.
Puede que su desazón se origine en la costumbre de elaborar perfiles de personas “adaptadas al ambiente”, “en los que las motivaciones son suficientemente claras y definidas: fama, sexo, poder, dinero”.
Estas “tratan de enmascarar sus inclinaciones verdaderas”. Un esfuerzo inútil, porque “en un ambiente tan escandalosamente degradado como el del país, quedan pocos secretos o dudas al respecto”.
Están conscientes, además, “de haberse transformado en hombres y mujeres estimulados exclusivamente por lo material, por las pasiones inmediatas y pasajeras, por la satisfacción de los apetitos. Su existencia es el aquí y el ahora”.
“Por eso”, se dice, “somos como pequeños animales de rebaño a quienes no importan los asuntos de verdadera importancia”.
“Un país cuya inspiración era la conducta de sus habitantes, ¿iba a ser, acaso, diferente? Dinero, fama, poder, sexo son las metas, el medio, el propósito.
La coexistencia social está muy deteriorada. Puede que tengan razón quienes creen que, de seguir por este camino lo único que nos aguarda es el despeñadero, el precipicio”, reflexionó Alcántara.
El oficial de seguridad pospuso su meditación y empezó a revisar un archivo sobre el personaje de su interés que, por lo visto, no encajaba para nada en la conducta del común de la gente. Era profesor universitario y autor de tres ensayos, “Crónica del sacrificio”, “La distorsión social, y “Conceptos sobre el nuevo hombre”.
No le sorprendió que el catedrático calificara como “inválida” la estructura social vigente “para crear un sistema justo a favor de la mayoría de los habitantes del país”.
“Los actores que ejercen el poder cambian en apariencia, pero, en definitiva, son siempre los mismos, porque están vinculados de manera estrecha a una única razón de ser: la obtención de beneficios, privilegios desmedidos y, por supuesto, servirse y servir a los portentosos intereses establecidos”.
“El común de la gente aporta la mayor cantidad de sacrificios”, leyó, “para crear riqueza y mantener operable el país, pero el sistema, entonces, concentra dichos beneficios en manos de unos pocos que carecen de una real vocación nacional y patriótica y que desdeñan conceptos tales como la decencia o la compasión”.
“La carencia de metas claras y definidas, o un patrón de conducta honorable, las más bajas pasiones humanas, la ambición desmedida, la locura del consumo promiscuo, los apetitos sin límites, la ostentación y el prejuicio equivocado en torno a la pertenencia a un grupo o una clase social, a una familia, un apellido o una tradición histórica que puede ser equívoca o distorsionada, frustran el esfuerzo nacional”.
El oficial de inteligencia continuó su lectura cada vez más perturbado. “A esas actitudes sociales de los grupos dominantes que califica como vicios endémicos suma la corrupción, la vagancia, la distracción contra los grandes propósitos de la Patria, la carencia de leyes que equilibren la natural desigualdad de la estructura social y la apropiación de mecanismos que impiden la concertación de una verdadera justicia”.
De acuerdo con el personaje, quienes aspiren a destruir este estado de cosas, deben estar dispuestos a realizar cualquier sacrificio.
“El sacrificio como lo asumió Duarte que entregó cuanto poseía y cuanto era como ser humano para concedernos un nombre al cual debemos corresponder con responsabilidad y con orgullo”.
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