El descontento ha sido el dínamo característico de la modernidad, capaz de transformar en espíritu crítico y energía creativa el resquemor por injusticias económicas, jurídicas, políticas, étnicas y sociales, excesos de poder, desproporción entre horas de trabajo y salario, y por la manipulación, con objetivos de dominio, en los ámbitos íntimo y grupal de las creencias y los rituales.
En las democracias liberales ha tenido lugar una reacción que encarna esa característica, que ha llegado a fungir de bujía, de chispa incendiaria de procesos de reclamo y atisbos de transformaciones socioeconómicas y políticas, a los que hoy llamamos indignación.
Daniel Innerarity (2015) al estudiar los fenómenos políticos bajo el espectro de los tiempos de indignación afirma, con razón, que muchos de los acontecimientos del mundo actual se explican más desde la ira, el resentimiento u odio del humillado y el drama psicocultural, que desde los antagonismos izquierda contra derecha, por solo mencionar ese paradigma.
La globalización no solo atiene al dinero, el poder, el medioambiente, la comunicación, la tecnociencia, sino que también concierne al agravio, al desprecio o a su opuesto, el reconocimiento.
Esto último es lo que da lugar a las luchas por la identidad. Lo indiscutible es que vivimos un tiempo en que la emocionalidad se ha vuelto denominador común de incontables procesos de cambio; verbigracia, el resultado de las elecciones del 5 de julio de 2020 en nuestro país.
El descontento es un estado de ánimo. Con la irrupción global del Covid-19, cuya secuela se cuenta a la fecha en millones de contagios, cerca de un millón de fallecidos, familias divididas o rotas, angustia individual y colectiva, incertidumbre o pánico, así como un amenazante incremento de la pobreza, por la miseria social que el desempleo y la crisis económica generan -apenas aliviada con la intervención directa y el endeudamiento de los Estados- el cuerpo se ha tornado, de improviso, centro de la preocupación del mundo, al tiempo que, para la ciencia, el mayor enigma, cuando ya el conocimiento, incluso la doxa y la dogmática, parecían haberlo agotado.
De nuevo, como en los años del apogeo del pensamiento genealógico y arqueológico de Foucault, el cuerpo se torna espacio de la construcción y observación de relaciones de poder y saber, a punto de que la vigilancia y el control individual, ahora a través de mecanismos derivados del medio, dispositivos y aplicaciones inherentes al panóptico digital, se presentan como la panacea para la detección y control de la propagación de la pandemia.
La cura se persigue en el macrodato, en la información, no ya en los volúmenes de la farmacopea convencional ni en la clínica hogareña de las tisanas, los menjurjes o los ensalmos, mientras la vacuna proyecta más una batalla mercadológica, con tintes de posverdad y de hegemonía geopolítica, que de incontrastable y evidente hallazgo de laboratorio o esperanza sanitaria inmediata.
¿Cuál es el estado de ánimo ahora? ¿Esperanza? ¿Desgano? ¿Escepticismo? ¿Fe? ¿Duda? ¿Tedio? ¿Hartazgo? ¿Tristeza? ¿Desconcierto? ¿Optimismo? Los meses de confinamiento, cuarentena y estado de emergencia, colmados de incertidumbre -otra característica de la modernización-, nos han sumido en una suerte de caída emocional, bancarrota moral, déficit de espiritualidad fundamentada, de mengua creativa, en términos estéticos, y dispersión en los propósitos intelectuales, salvo excepciones que han hecho de la crisis sanitaria una oportunidad positiva.
La pandemia quebró abruptamente la disciplina, la planificación y el rigor e impuso la urgencia, el teletrabajo, que implica una desregulación de horarios y tareas sin pausas, la educación virtual, la ubicuidad digital sobre el espacio afectivo y el tiempo instantáneo sobre la sucesión cronológica. ¿Qué haremos con este nuevo descontento? Afiancemos la cultura de la esperanza.