Entre las tantas ideas que fluyen unidas, y tal es la rapidez con que atacan la consciencia, siempre en busca de palabras-signos que representen, sean éstas realidades concretas o conceptos abstractos, que son muchas las veces que estas se dispersan dificultando una concatenación que facilite la lectura.
Con certeza se trata este de uno de los mayores dilemas que enfrentan los buenos escritores; como también el de excluir todo material superfluo que dificulte la comprensión del texto. Es por eso que en
la práctica de escribir es preciso una recurrente revisión del texto en ciernes, y así poder concluir con una obra que satisfaga las exigencias del autor.
Hablo de mi experiencia ante la afluencia de recuerdos de historias noveladas que me narraba mi padre, mientras disfrutó de su corta estadía en su nativo Macorís del Mar; poblado este de fantasías bañadas y arrastradas, en el caso de mi familia paterna , por aguas del mar Caribe.
Trayecto corto en el cruce un canal, reconocido por la bravura de sus aguas siempre turbulentas, y depósitos de cadáveres que una y otra vez han tratado de surcarlo muchas generaciones de estas islas vecinas hacia uno u otro lado, pero siempre anhelando el encuentro de un tesoro seductor que ofrecían estas tierras nuestras, tan florecientes. Era la gran época de finales del siglo XIX y principios del XX, cuando a esa tierra oriental se la refería con el alentador mote de la época de “la danza de los millones”.
Exuberantes y extensos campos de caña de azúcar poblaban todas las llanuras del fértil terruño, donde sobresalían los suelos del este, debido al atractivo económico que el dulce polvo que proporcionan con sus derivados, atraían al mayor mercado mundial de la industria azucarera del momento: los Estados Unidos de América.
Esos norteños crearon una estampa diferente que perdura aún hoy, en los ingenios azucareros del este, en residencias levantadas según las especificaciones de su arquitectura tropical, quedando además otros múltiples vestigios de un pasado esplendoroso y muy progresista.
Prosigo este relato de otra relevante fantasía de mi memoria, a las que sumo con una nostalgia fantaseada a las lúcidas y animadas tertulias familiares rebosantes de amor y respeto, siempre en torno a la figura relevante y tierna de los abuelos paternos, a quienes nunca conocí.
Eran épocas en que se veneraba el respeto absoluto a la experiencia de los años, a la certeza de que los hijos y nietos siempre velarían por la preservación de buenas costumbres y educación hogareña, y del profundo sentimiento de esmero a un cuidado que duraría hasta el final de sus días.
En un descuido de los asistentes a la reunión, mi padre me tomaba dulcemente de mis pequeñas manos, para apartarnos en sigiloso compañerismo y así poder tocar otros temas ajenos a los demás miembros de la familia; éramos unos verdaderos cómplices en algo que desde entonces ha creado mis castillos en el aire sobre mi inadvertida emoción por algo, quizá insignificante para muchos que no gocen de esta pasión: un bello animal llamado “caballo”.
Sin embargo, al momento en que mostraba una curiosidad incompatible con mi temprana edad, ejemplo de lo cual se trataba la pregunta sobre unos hombres llamados “gavilleros”, rápida e inesperadamente variaba la conversación.
Se trataba mayormente de un grupo de campesinos despojados de sus tierras para ser utilizadas durante la gran época progresista que se vivía durante la bonanza azucarera, que además coincidía con los años de la primera real intervención norteamericana a nuestro país en 1916.
Los gavilleros fueron en aquella época nacionalistas, patriotas y oposicionistas a ese funesto hecho histórico.
Cabe destacar que esta indeseada ocupación se llevó a cabo en momentos históricos de gran corruptela en el poder, la cual en nada podría equipararse a la que actualmente padecemos los dominicanos, en aras de “una democracia cada vez más vilmente secuestrada”, vista desde cualquier estamento de nuestra sociedad que no participe del declarado festín de los secuestradores del poder absoluto.
Es mi deseo, no obstante, regresar a mi paraíso encantado, cuando todo era fabricado para nutrir de encantadora ensoñación, una mente inquieta, dispuesta a absorber todo lo que aún su inmadura capacidad intelectual le permitiera. Y todo acaba hoy aquí, porque así lo decido yo, quien escribe, y porque además, el espacio no me permite abundar en otros de mis ‘Artilugios de la memoria’.