El tema del tránsito vehicular y las reiteradas violaciones a las leyes que lo regulan es recurrente.
Va y viene una y mil veces, pero hasta ahora ninguna autoridad ha sido capaz de reducir el problema a una mínima expresión.
En estos días ha reaparecido el tema y con los auspicios de varias entidades altruistas se anuncia la puesta en marcha de una campaña para que la gente tome conciencia de la importancia de respetar las normas y las señales de tránsito, especialmente la luz roja de los semáforos.
Bienvenido sea este nuevo esfuerzo. Me veo gratamente obligado a unirme a esa campaña, por convicción y para ser consecuente conmigo mismo, porque, como recuerda el periodista Mario Rivadulla en uno de sus tiros rápidos, él y yo hemos estado involucrados en el mismo asunto desde la década de los setenta, organizando seminarios y exhortando a las autoridades a que sean inflexibles con los violadores, aunque sean pejes gordos o hijos de papi y mami.
Porque es ahí donde radica el meollo de la cuestión. Como casi todo el mundo tiene un amigo o un tío en la Policía o en Amet, la impunidad campea por sus fueros. Y siempre será así hasta el día en que se penalice tanto al oficial indulgente como al violador impenitente.
Ojalá que las cámaras legislativas aprueben los proyectos de ley que les han sido sometidos para introducir penas más severas contra los conductores desaprensivos. Ese sería un primer paso, pero luego habría que dar el segundo, que consiste en la aplicación y el cumplimiento de la ley, caiga quien caiga.