Apenas tenía yo 32 años cuando tuve la oportunidad de desempeñarme como subsecretario de estado de relaciones exteriores para asuntos administrativos, posición que ocupé por dos años (2000-2002). Aquí haré un pequeño recuento de cómo se manejaba la institución en aquella época.
La primera gran diferencia es que nuestro presupuesto rondaba los 500 millones al año y ahora es de 5000 millones al año. Con ese presupuesto, sin dudas limitado, siempre cumplimos con nuestros suplidores y compromisos financieros, y como si fuera poco abrimos nuevas embajadas y consulados.
Ningún funcionario de cancillería poseía gastos de representación, solo el canciller, y estos eran muy limitados, me voy más lejos, a veces teníamos que “forzar” al Dr. Hugo Tolentino Dipp para que le cargara algo a la única tarjeta que había para esos fines. Este simplemente prefería que todo se pagara con cheques para evitar suspicacias.
Solo viajaba a cónclaves o reuniones el personal necesario, y nadie podía viajar en primera clase.
Ningún funcionario de cancillería tenía vehículos de lujo, de hecho, tuvimos que pedir unas exoneraciones al poder ejecutivo y con estas se compraron, luego de muchos meses en el cargo, unos vehículos al igual que un pequeño carro para las diligencias del departamento de contabilidad (ir al banco, a presupuesto, etc.).
El propio canciller no tenía vehículo y usaba un viejo Mercedes Benz que nos prestó aduanas, y que un buen día, ¡nos los pidió devuelta! Entonces usaba su propio vehículo.
¿Combustible? Una cantidad de dinero fija por mes, si subía el precio, pues menos galones para cada quien.
Existía control sobre toda la nómina local, y de manera sorpresiva y por instrucciones del canciller, en cualquier momento pasábamos “lista” y quien no estaba en su lugar de trabajo debía justificar por qué su ausencia.
En cuanto al servicio exterior, no recuerdo que algún embajador o cónsul llegara a devengar siquiera $20,000 dólares al mes, solo uno, si mi memoria no me falla, ganaba $19,500 dólares al mes. Esa suma estaba exclusivamente reservada para el embajador en Washington, que entre otras cosas debía mantener la residencia que posee el gobierno dominicano allá. Esta propiedad, al igual que la sede del consulado en Miami en el área de Brickell, ambas compradas por Trujillo.
No recuerdo que ninguna embajada tuviera más de doce personas en nómina, con la norma siendo entre tres y ocho por sede, con sueldos entre 1600 y 8000 dólares.
Nunca hubo ningún escándalo con pasaportes oficiales y diplomáticos expedidos sin rigor alguno. Todo el que “metió la pata”, lo pagó, desde el que le tomó mucho cariño a los licores del almacén y fue cancelado, hasta el vice cónsul que se enganchó a narcotraficante, terminando tras las rejas.
Siendo frugales con los gastos, pudimos rejuvenecer el patio de cancillería, preocupándonos por sembrar especies endémicas y que no requirieran mucho mantenimiento o poda. Pusimos en funcionamiento el área de la piscina, donde hicimos la fiesta de Navidad para no incurrir en gastos de local, reparamos el equipo de sonido del auditorio de la escuela diplomática, recuperamos e inauguramos una nueva biblioteca, un nuevo archivo, equipamos numerosas áreas con cubículos y equipos de cómputos. Rescatamos y tratamos todo el mármol y bronce, y hasta para respetar el valor histórico de la “casona”, como se conoce la cancillería, contratamos a “El artístico” para que reprodujera los portones originales que habían sucumbido al salitre.
Todo aquel equipo, encabezado por el Dr. Hugo Tolentino Dipp, mantiene el mismo nivel de vida que tenía cuando entró a la institución, o en su defecto, salió más pobre del cargo.
Nos sentíamos privilegiados de ejercer una función pública, fuimos a servirle al estado y no a servirnos de él.
Le deseamos mucha suerte al canciller Andrés Navarro, con quien compartiéramos aula en su momento, con la tarea de limpieza moral y económica que tiene por delante.
Mientras, fuimos y seremos, a mucho orgullo, parte de otra cancillería.