El mundo del béisbol recién fue testigo de la partida de dos figuras icónicas de las Grandes Ligas con un día de diferencia: el dominicano Osvaldo Virgil y el estadounidense Pete Rose.
Virgil falleció en su natal Montecristi escasos seis días después de cumplir 68 años de convertirse en el primer dominicano en jugar en las Mayores, lo que ocurrió el 23 de septiembre de 1956 con los Gigantes de Nueva York.
Tuvo una larga vida (92 años) y productiva, porque a pesar de que no alcanzó el estrellato en la MLB, trabajó en el negocio hasta los 88 años, los últimos como instructor de talentos de Nueva York Mets en la República Dominicana.
Si bien la mención de su legado histórico es recurrente, también es cierto que la misma se hace como mera referencia anecdótica sin que la generalidad del dominicano conozca en detalle sus andanzas en MLB más allá de los números fríos de las estadísticas.
No obstante, esas peripecias quedaron impresas en el libro “Yo, Virgil, Mi Historia”, narradas por el protagonista y recogidas por Mario Emilio Guerrero, quien después de un gran ejercicio de laboriosidad y fuerza de voluntad, lo entregó al público el 20 de noviembre de 2021. El periodista nos dejaría el 5 de julio de 2022.
Virgil tuvo muchas satisfacciones por el ser pionero en las Mayores entre los peloteros quisqueyanos, pero una de las mayores la vivió el 18 de diciembre de 2017, cuando el entonces ministro de Deportes y Recreación, Danilo Díaz, desvelizó una gran estatua en su honor en Montecristi, como homenaje del Gobierno de Danilo Medina.
Aunque no vio cumplirse uno de sus sueños, un estadio de béisbol con su nombre, la estatua erigida en el Montecristi natal queda como referencia de su legado; y para quienes se interesen en conocer su recorrido por la MLB, el libro de Mario Emilio Guerrero queda como documento imprescindible.
Pete Rose-. La parte de la trayectoria del legendario líder de hits que pudimos seguir con plena conciencia, siempre la relacionamos con el fatídico episodio sucedido en Caracas el 7 de enero de 1965, cuando el estadounidense conectó una línea que fracturó el hueso cúbito del lanzador zurdo dominicano Pedro Reynoso, quien no pudo rehacer su carrera.
Fue domingo al mediodía en juego de Interligas entre los Leones del Caracas y Leones del Escogido en el Estadio Universitario de la capital venezolana. Escuchábamos ese partido junto a nuestro padre Leopoldo Abreu (EPD) en una radio marca Siera, él acostado en mi cama, yo sentado junto a su cabeza, cuando el narrador (que no recuerdo) describió el episodio. Hablamos del paraje Madrid, perteneciente al municipio de Villa Tapia, donde nacimos.
Mientras Rose disfrutaba de su estrellato como jugador que lo llevó a acumular el récord de 4,256 imparables, luego como manager, en paralelo “La Carpia” Reynoso se debatía con la pobreza en su lar de Montenegro, Provincia Duarte.
Varias veces, en décadas diferentes, vimos a Pedro Reynoso caminar las calles de San Francisco de Macorís vestido humildemente y aunque no pedía, su rostro marcado por la sombra de la tristeza por sí solo imploraba ayuda.
Esta imagen repetida de “La Carpia” acentuó con más énfasis el paralelismo tejido en nuestra mente de la opulencia que pudo alcanzar Pete Rose y la pobreza del dominicano, que sin aquel accidente de 1965 en Caracas pudo ser diferente, dado el talento con que contaba.
El reporte de su muerte el 1 de enero de 2023 da cuenta de que Reynoso murió sumido en la miseria. Una miseria mil veces mayor a la suspensión de por vida que impidió a Rose alcanzar su anhelada exaltación al Salón de la Fama de Cooperstown, castigado por su ludopatía en su propio deporte.