Obispo emérito Iglesia Episcopal/Anglicana
El sumario de la ley o el mandamiento más importante, es una combinación de dos versículos en las Sagradas Escrituras, Deuteronomio 6:5, y Levítico 19:18: “Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, y con toda tu mente… Ama a tu prójimo como a ti mismo”. (San Mateo 22:37-39; San Marcos 12:28-34 y San Lucas 10:25-28). Esta ordenanza aparece repetidas veces en los evangelios en boca de Jesús.
En verdad, son dos preceptos o imperativos en un solo mandato. San Mateo nos narra la ocasión en que el Maestro dispuso este mandato. Jesús había realizado algunas obras de gran envergadura; sus palabras y sus hechos eran bien conocidos por toda Palestina; el Rabí de Galilea ya era una figura popular entre los desposeídos, entre los obreros y los hombres de labores cotidianas; los enfermos lo reconocían como el médico divino; los pescadores, como el pescador de hombres; los ávidos por aprender le buscaban para oír sus enseñanzas; pero a la vez, su popularidad comenzaba a ser una molestia para los líderes de la metrópolis, a los saduceos, a los fariseos, y a los sacerdotes del templo.
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La prédica y acción de Jesús habían truncado a los saduceos, y ahora, los fervorosos fariseos, los eruditos de la religión, estaban nerviosos, por la actitud crítica que había tomado ante la hipocresía de los maestros de la Ley de Moisés y el Talmud (texto de los reglamentos judíos).
Para los fariseos o maestros de la ley, Jesús estaba llegando muy lejos, y para contrarrestarle comenzaron a maquinar con el propósito de darle muerte. Para llevar a cabo sus maquinaciones, enviaron espías, con la intención de oír y ver lo que hacía Jesús y tirarle uno que otro truco para que cayera en algún desliz o quebrantamiento de la ley de Dios o del emperador romano.
La primera columna: Amar a Dios sobre todas las cosas, es un mandato de primordial importancia para todos los cristianos, y las personas de buena voluntad.
Por otro lado, amar al prójimo, no es menos importante, ya que la relación de persona a persona debe estar profundamente inspirada por el amor de Dios, como dijera el mismo Jesús: “el primer mandamiento es semejante al segundo”.
A fines del año 1964, o a principios de 1965, ocurrió un caso en la ciudad de Nueva York que consternó a muchas personas de alma noble y de sensibilidad social y humana.
“Una joven vivía en uno de los grandes edificios en una barriada de la gran metrópoli. Llevaba allí muchos años y los vecinos la veían entrar y salir. No tenían estrecha relación con ella, pero sabían qué apartamento ocupaba y la hora que generalmente entraba y salía de su casa.
Una noche cuando la joven entraba a su casa, pasadas las 12:00 de la medianoche, alguien se le acercó y la apuñaló varias veces. Ella gritó y muchos de los vecinos se levantaron, miraron por sus ventanas, volvieron a cerrar las ventanas y se acostaron tranquilamente.
Los gritos de la joven se fueron apagando paulatinamente; sus quejas agonizantes se hacían patéticas, pero no lastimaron a ninguno de los vecinos. La joven murió en un charco de sangre sin ser auxiliada”.
Al amanecer del otro día, la policía descubrió el crimen e interrogó a los vecinos. Muchos de estos aceptaron haber escuchado los gritos de socorro; otros confesaron que abrieron sus ventanas y vieron como un hombre apuñalaba a la joven. Todos admitieron que no hicieron nada porque, “no querían involucrarse en lo que no les importa”.
Hechos como estos, sólo pueden pasar en una sociedad deshumanizada. Casos como estos, sólo suceden cuando el amor deja de existir en el alma del ser humano. Cuando el corazón se endurece y se pierde todo el sentido de solidaridad humana y de amor al prójimo.
Oremos y tengamos conmiseración, para que esto no suceda en nuestra sociedad. Por lo menos, que no suceda con el lector (a) de esta reflexión.
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