Leí por ahí que “la fortaleza y la templanza son virtudes que resultan indispensables para el desarrollo de la persona, pues estas ayudan a vencer los obstáculos y deben ser educadas durante el desarrollo de la vida”.
Cuando hablamos de “fortaleza” algunos pueden pensar que nos referimos a nuestra capacidad de soportar y sobrellevar las adversidades, cómo afrontamos lo que nos sucede o simplemente esa fuerza que nos empuja a avanzar en la carrera hacia la meta para lograr nuestros objetivos personales, familiares y profesionales.
Ese es un tipo de fortaleza, esa que se va fraguando y moldeando con la disposición y el paso de los años.
Sin embargo, hay otro tipo que debemos valorar, esa que se alimenta de nuestros dones, esencia y deseos.
Esa que nos hace destacar en lo que hacemos. Esa que se mueve e impulsa por la pasión. La que nos hace pequeños o grandes en lo que decidimos aprender o trabajar.
Ese es el tipo de fortaleza que debemos descubrir, sembrar, alimentar y desarrollar. ¿Para qué soy bueno?, nos preguntamos muchas veces, o ¿por qué no soy bueno en lo que los demás lo son?
Todos nacemos con dones que debemos descubrir y potenciar. Y solo nosotros tenemos la potestad para hacerlo.
Casi nunca el camino es muy claro. Nunca, pero nunca, recibimos un manual para descubrirlo y hacerlo brillar… nos toca ir tanteando a ver qué nos sienta bien, qué nos gusta y qué nos hace feliz.
Hay muchas maneras de descubrir nuestras fortalezas, pero todas y cada una de ellas requerirán de nosotros una palabra clave: compromiso; una táctica infalible: trabajo duro; y una regla de vida: sé tú mismo.