Toda ciudad en el mundo, incluso países -caso de China- que en algún período de su devenir histórico hayan tenido la obligación de protegerse erigiendo una muralla en parte o en todos sus extremos, si hoy día conservan esa reliquia, debe ser considerada un patrimonio de primerísimo orden, digno de ser incluido entre sus atractivos turísticos.
Santo Domingo no es la excepción. La muralla que guardaba la ciudad comenzada a erigirse a mediados del siglo XVI, a cargo de ingenieros militares, tuvo como principal motivación las correrías de corsarios y filibusteros por la región del Caribe.
En 1585 sufrimos con los desmanes de Sir Francis Drake, y 70 años después, en 1655, la frustrada invasión de William Penn y Robert Venables, que por orden de la corona inglesa vinieron con una flota de 34 navíos de guerra y 10 mil hombres.
En ese entonces la osadía de las autoridades de la colonia, encabezada por Bernardino Meneses de Bracamonte o Conde de Peñalba, impidió que Inglaterra, gobernada por Oliverio Cromwell, estableciera una avanzada en La Hispaniola. Su objetivo era conquistar tierras continentales.
La muralla, con todos sus portones y guarniciones militares, cuya terminación tardó alrededor de dos siglos, jugó un rol estelar en la defensa de la ciudad.
La Gran Muralla China, con más de 8 mil kilómetros, comenzó a erigirse en el siglo VI antes de Cristo como forma de frenar las repetidas invasiones de pueblos nómadas de Mongolia y Manchuria. Hoy día constituye una de las maravillas del mundo.
Una historia muy distinta tiene la muralla de nuestra Zona Colonial, que solo cubría un cuadro de menos de dos kilómetros, cuando Santo Domingo apenas era una villa de varios cientos de almas.
En un principio Santo Domingo, hoy con casi un millón de habitantes, fue una ciudad amurallada en el bolsón de territorio que es la actual Zona Colonial, declarada en 1997 por la Unesco Patrimonio Cultural de la Humanidad, y su centenaria muralla debe conservarse por los siglos de los siglos.