A veces no hacer nada es la mejor opción. Nos inculcan siempre que hay que actuar ante cualquier cosa, y por regla general es una afirmación adecuada.
Pero hay ocasiones en las que simplemente es mejor quedarse quieto, callado, sin un atisbo de intención por solucionar o aportar.
Son en esos momentos en los que nuestra inteligencia emocional debe salir a relucir, porque es cuando demostramos a los demás que tienen que buscar su propio camino y que en muchas ocasiones van a estar solos. Es todo un aprendizaje, un desprendimiento, una forma de hacer algo sin hacerlo.
Esta lección me ha costado mucho aprenderla, porque siempre me he considerado proactiva en todo, pero muchas veces me doy cuenta que si me hubiera quedado tranquila la otra persona hubiera encontrado su propia experiencia sin injerencias externas.
No es sano querer siempre opinar o dirigir a otros, mucho menos si ni siquiera te lo han solicitado. Y en ocasiones lo hacemos no tanto por los demás sino por nosotros mismos, por demostrar que sabemos y podemos. Pues no es necesario porque quedarse quieto es también una forma de enriquecerte como persona. Ahora, lo más retador es elegir los momentos para hacerlo de manera inteligente.
Y eso al final te lo da la vida, vas a aprendiéndolo sin ni siquiera buscarlo. Hay silencios maravillosos, hay puertas cerradas que deben mantenerse, hay oportunidades que se dejan pasar y no pasa nada. Este no hacer nada se convierte en algo satisfactorio cuando te das cuenta que, al final, las cosas siguieron su rumbo y a quien hubieras ayudado al final no lo necesitaba.
Elijamos nuestros momentos con otras personas para llegar a tener los nuestros propios. Ambas cosas son maravillosas y te convertirán en más sabio y sobre todo en más feliz.