En los centros urbanos más importantes observamos como proliferan, de manera creciente, los niños pordioseros que piden limosna en las esquinas. En su mayoría se trata de haitianitos de tierna edad, pero ya graduados en la universidad de la vida, atrapados, según inequívocos indicios, por bandas organizadas que los explotan sin piedad.
El cuadro presenta muchas aristas, todas ellas dignas de ser rechazadas.
Por un lado, refleja el alto grado de pobreza y miseria de nuestra sociedad. Desde otra perspectiva, deja al descubierto la ineficacia de las autoridades encargadas del control de las inmigraciones indeseadas. Y, como si fuera poco, la inmoral indiferencia de todos los que vemos que tal cosa ocurre ante nuestras propias narices y nos quedamos con los brazos cruzados.
¿Por qué estoy abogando? ¿Por la expulsión violenta y radical de los inmigrantes haitianos ilegales, cueste lo que cueste? No, mil veces no. La raíz del problema no está en la nacionalidad de los que nos invaden. No es porque esos niños son haitianos que existe esta situación.
El problema está en las estructuras fundamentales de nuestra sociedad, en la insensibilidad de los que pueden hacer mucho y no hacen nada, en la ausencia de un orden de prioridades para resolver los problemas, en la falta de cumplimiento de las promesas de los políticos. En fin, la responsabilidad es nuestra. Los haitianitos talvez ni saben en qué país se encuentran, aunque quizá sí sepan bajo cuál semáforo les toca pedir limosna cada día.