El crecimiento anual del Producto Interno Bruto (PIB), o sea de la sumatoria de toda la producción de bienes y servicios en una economía a lo largo de un año, mide la variación de lo que hemos producido en ese lapso de tiempo.
A esos efectos tenemos más de una década escuchando a nuestras autoridades encantarnos cada año con unas cifras de crecimiento económico muy por encima del promedio de la región e inclusive de la mayoría de las economías mundiales.
Cada vez que escuchamos que el PIB de nuestro país creció a un 5, 6 ó 7 por ciento, con una inflación por debajo de la mitad de esas cifras, se nos hace creer que somos más ricos.
Pero la falta de derrame de esa riqueza, el virtual estancamiento de los sueldos reales, una informalidad económica cada vez más creciente y una productividad que no aumenta, hacen que el ciudadano común haya dejado de creer en estas cifras económicas, su significado e impacto.
Pero resulta que estas cifras de crecimiento son reales, aunque al parecer la mayor parte de la riqueza creada se ha concentrado en muy pocos sectores de la economía, y dentro de estos, en muy pocas empresas.
El reflejo de esto quedó claro en un estudio reciente del Banco Mundial, el cual revela que casi el 54 por ciento de los empleos en el país están en manos de agentes económicos informales, quienes además reciben salarios sustancialmente más bajos que los formales.
Entonces la pregunta y el desafío que esta realidad presenta es cómo haremos para revertir esta situación de tal manera que el crecimiento económico pueda resultar en mejores empleos con mejores niveles de ingreso? Miremos el modelo económico que ha prevalecido en el país durante la última década y medio, y preparemos los cambios estructurales fundamentales que puedan garantizar un crecimiento, pero un crecimiento más justo, incluyente y equitativo.