Mujica tenía una ambición más grande que su humildad

“El hombre no es libre cuando acumula cosas, sino cuando necesita poco para vivir.” — José Mujica
José Mujica partió hacia el infinito en un viaje sin retorno. Pero, contrario a muchos presidentes y políticos mediocres —gigantes de barro cuyas figuras comienzan a empequeñecer tan pronto descienden por las escalinatas del poder—, este hombre canoso, de mente y aspecto campesino se agiganta con el paso del tiempo, como en un inverosímil efecto visual invertido.
Hace nueve años tuve la oportunidad de conocerle en el Almuerzo Semanal del Grupo Corripio. Escucharlo resultó iluminador. Hablaba como un sabio: un revolucionario de mente clara y palabra sencilla. Pero, ante todo, vi a un hombre profundamente humilde.
Y, sin embargo, Mujica no carecía de ambición. Tenía una, inmensa, que superaba incluso su humildad: ambicionaba un mundo más justo, más tolerante, más humano y más feliz.
Guerrillero en sus años de juventud, político toda la vida, agricultor por vocación, Mujica es hoy un símbolo mundial de humildad. Vivió en una modesta chacra, condujo un viejo Volkswagen escarabajo y donaba gran parte de su salario como presidente.
Su forma de vida fue una declaración ética: el poder no lo cambió. Muy distinto a tantos políticos dominicanos y latinoamericanos, a quienes el paso por el poder transforma en seres arrogantes, engreídos, convencidos de que la autoridad les otorga superioridad moral. Tampoco pudo doblegarlo el encierro ni las torturas.
Nada pudo frente a su inmenso amor por la humanidad. A él, que se consideraba un estoico, no lo vencieron los reveses ni las amarguras, y mucho menos lo sedujeron las mieles del poder.
Pepe Mujica pasó de ser un militante del movimiento guerrillero Tupamaros en los años 60 y 70 —cuando creía en la revolución armada como vía para cambiar el sistema— a convertirse en un presidente democrático que entendió que el cambio social duradero requiere diálogo, instituciones y respeto por las libertades. Su ideología no se suavizó; maduró. Cambió las armas por ideas, pero mantuvo intacto su compromiso con la justicia social, la equidad y la dignidad humana.
Durante su presidencia (2010-2015) legalizó el aborto, el consumo de marihuana y el matrimonio igualitario y demostró que eso no significaba el fin del mundo.
Era un progresista a carta cabal. Dentro y fuera del poder abogó por una vida sencilla y frugal. Era radical contra el consumismo, enemigo de la vanidad, y crítico feroz de quienes malgastan la vida acumulando cosas.
Su coherencia personal fue su mejor discurso. No se aferró al poder. Su ejemplo se vuelve más necesario que nunca. Hoy, cuando en tantas partes del mundo —incluido nuestro país— soplan vientos de intolerancia, con ideas neofascistas que vuelven a florecer, el legado de Mujica debe ser recordado.
Porque él se ha ido, sí, pero su ejemplo sigue entre nosotros: el de un revolucionario que entendió que cambiar el mundo comienza por vivir como se piensa. Y ese ejemplo trasciende las fronteras del tiempo.
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German Marte
Periodista dominicano. Comentarista de radio y TV. Prefiere ser considerado como un humanista, solidario.
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