Apenas me mudé con mi familia de Río de Janeiro a New York unos meses atrás, mi hijo de siete años me sorprendió con una pregunta caminando por Manhattan: «¿Por qué los pobres acá son más ricos?»
Traté de explicarle que los pobres son pobres en cualquier lugar, porque les falta lo básico que necesitamos para vivir, como comida o techo.
Pero él replicó que un mendigo que acabábamos de cruzarnos en Midtown vestía tenis, jeans y «hasta un cinturón», mientras en Río solía ver pobres descalzos y en harapos.
Entonces percibí que era hora de que habláramos también de la contracara de la pobreza: la opulencia y la cultura de consumo y derroche que caracteriza a la Gran Manzana, quizá como ninguna otra ciudad en el mundo.
Más caro repararlo que comprarlo
El lujo y la basura suelen ir de la mano en Nueva York.
Algunas zonas comerciales o residenciales caras de Manhattan se erigen básicamente sobre desechos: una porción de la isla son ampliaciones artificiales, que se lograron tirando escombros y desperdicios donde había agua.
Actualmente en Nueva York se generan más de 14 millones de toneladas de basura por año, según datos oficiales de la ciudad, considerada una de las más fecundas del planeta también en este sentido.
La cuestión es que mucho de eso que acaba en vertederos o plantas de reciclaje podría aprovecharse perfectamente.
En las calles de Nueva York he visto en la basura sofás, sillas, camas, colchones, cómodas, televisores, cocinas, microondas, aparatos para hacer ejercicios, persianas, fotografías enmarcadas…
Todo lucía en muy buen estado. A veces, impecable.
Nunca probé si los electrodomésticos funcionaban, pero sospecho que en América Latina habrían sabido darles uso.
En cambio, nada de eso fue considerado valioso en esta ciudad de consumo frenético, donde intentan venderte algo a cada instante y mandar a reparar un producto suele ser más caro que comprar otro nuevo.
«Nos pagan para botar»
«Mira, esta silla en Colombia está buena«, me dijo hace poco un colombiano empleado de una empresa privada de recolección de residuos en Nueva York, alzando una impecable butaca de escritorio.
«Pero (en) este país, la malgastan», agregó mientras la tiraba a un camión que trituraba todo sin piedad, como si estuviera hambriento.
Luego lanzó más sillas, estanterías, cajoneras de madera y de metal, y hasta una caja fuerte: pertenencias de una empresa financiera que simplemente decidió cambiar el mobiliario.
Le pregunté al colombiano, que evitó dar su nombre porque no estaba autorizado por su empresa a hablar con periodistas, si no podían aprovechar mejor aquello.
Me respondió que les «pagan para botar«.
Luego me contó una anécdota del día en que cargaba el camión de basura con objetos del lujoso y emblemático Plaza Hotel de Manhattan.
«Pasó uno y le gustó una lámpara que estaba botando. Le dije que se la quedara», relató.
Pero un guardia del hotel detuvo al transeúnte 15 metros más allá y le interrogó a dónde iba con esa lámpara, que arrebató de sus manos.
«El guardia dijo que era propiedad del hotel: se podía tirar a la basura, sí, pero si se lo llevaba alguien era robo«, recordó.
Monumento a la basura
Recoger objetos de la basura puede estar mal visto en Nueva York, pero confieso que yo mismo lo he hecho.
Lo hice por ejemplo el día que encontré por azar cajas repletas de libros en la acera, listas para que se las llevara el basurero.
Hurgué y descubrí algunos tesoros: una recopilación de historias de la ciudad publicadas por la revista The New Yorker, una crónica de Javier Moro sobre el emperador independentista Pedro I de Brasil, un estudio de Pavel Gregoric sobre Aristóteles y el sentido común…
Me fui cargando cuantos libros pude. Me pregunté quién los habría descartado. Y deseé que alguien más pudiera aprovechar los que quedaron. Pero esta esperanza se esfumó instantes después, con un diluvio que cayó y los arruinó.
He conocido otras personas que me contaron sin rubor sobre objetos que han recogido de la basura neoyorquina, como una francesa que cargó una bonita silla de madera hasta su apartamento, en una zona exclusiva de la ciudad.
También hay algunos esfuerzos para reducir el derroche en un país rico pero con unos 43 millones de pobres oficialmente, donde 40% de la comida termina en la basura sin haber sido consumida, según el Consejo de Defensa de Recursos Naturales.
La ciudad de Nueva York decidió este año obligar a grandes empresas detrás de parte del desperdicio de comida, desde supermercados hasta hoteles, a separar sus desechos orgánicos para procesarlos y evitar que vayan a vertederos.
Sin embargo, parece evidente que atenuar este enorme dispendio requiere un cambio cultural profundo.
«Nueva York es un monumento en EE.UU. sobre la basura«, me dijo el activista medioambiental Rob Greenfield.
Hace unas semanas, Greenfield se paseó durante un mes por la ciudad cargando en un traje especial transparente la basura que él mismo generaba: llegó a 38 kilos, con desperdicios como vasos de cartón, envases plásticos, cajas de pizza…
Lo hizo buscando llamar la atención sobre el fenómeno, aunque admite que «es algo que no va a cambiar de la noche a la mañana».
Y cuando le conté la pregunta de mi hijo acerca de los pobres en Nueva York, reflexionó: «Hay mucho de ilusión en EE.UU., tenemos cosas que nos hacen parecer felices, nos hacen parecer que nos va bien».
«Pero en varios sentidos», continuó, «tenemos más problemas serios que otros países».