Monseñor Romero: el arzobispo que no necesitó al Vaticano para ser santo

Monseñor Romero: el arzobispo que no necesitó al Vaticano para ser santo

Monseñor Romero: el arzobispo que no necesitó al Vaticano para ser santo

El papa Francisco habla desde el cielo sobre el mártir al que cientos de miles en El Salvador –y fuera de– veneran como «San Romero de América». Y lo de hablar desde el cielo no es licencia literaria: la conferencia de prensa se celebra a bordo del Airbus A330 de Alitalia que lo lleva de regreso a Roma, tras cinco días en Corea del Sur.

Es la tarde del lunes 18 de agosto de 2014. Un periodista felicita al Papa por su inglés, aprovecha para solicitarle veladamente una entrevista, y lo interpela: «¿Cómo va el proceso de Monseñor Romero? ¿Cómo le gustaría que concluyese?».

Se refiere a Óscar Arnulfo Romero y Galdámez (1917-1980), el arzobispo de San Salvador asesinado de un disparo en el pecho mientras oficiaba misa en la capilla de un hospital para enfermos terminales de cáncer, y cuyo proceso de beatificación está detenido en Roma desde 1996.

La entusiasta respuesta del papa Francisco se desparrama en un minuto, pero no dice nada nuevo; recuerda que la causa está desbloqueada, reitera su creencia en que fue «un hombre de Dios», y explica que el caso sigue anclado en la Congregación para la Causa de los Santos.

Lo único novedoso de su alocución quizá sea el emplazamiento a los postuladores: «Depende de cómo se muevan. Es muy importante que lo hagan con rapidez».

El salvadoreño más universal

Desde que el 22 de febrero de 1977 tomó posesión de la arquidiócesis de San Salvador, la relación del salvadoreño más universal con su pueblo ha sido intensa y sinuosa, como la carretera que sube a un volcán.

De tendencia conservadora, su nombramiento se ganó al inicio el repudio de los sectores progresistas, que lo tenían como un obispo afín a la oligarquía, papel que había interpretado desde que en 1944 inició su labor pastoral en El Salvador.

El giro fue radical, y para mediados de 1977 censuraba con firmeza el gobierno militar y denunciaba la sistemática violación de los derechos humanos ejercida por el Estado y los grupos paramilitares, aunque también señalaba a los grupos armados que integrarían la guerrilla del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN).

Para cuando la ultraderecha lo asesinó en marzo de 1980, ya era una de las voces más respetadas de la Iglesia católica latinoamericana, todo un referente de la Teología de la Liberación, si bien Monseñor Romero nunca se sintió parte de ese movimiento.

En tres años se había ganado el cariño de un amplio porcentaje de los salvadoreños, admiración acentuada en los estratos más humildes de la sociedad. El funeral fue un evento de masas que colapsó la capital.

Del silencio oficial al «guía espiritual»

Durante la guerra civil (1980-1992), el culto hacia su figura fue clandestino, pero de una honestidad formidable. Testimonio de la incipiente fe en el «santo en ciernes», salvadoreños anónimos esculpieron docenas de placas «por milagros concedidos», que hoy se exhiben en la modestísima casucha en la que pasó sus últimos años de vida, convertida en un pequeño pero entrañable museo.

La represión gubernamental no doblegó su aura, a pesar de que tener colgado en la pared un retrato suyo bastaba para correr riesgos. La salvadoreña Eleonor Chacón, una mujer no activa políticamente pero que tenía una fotografía con él por ser el sacerdote que la había casado, quemó la imagen a sugerencia de su esposo.

El conflicto civil, que dejó más de 70.000 víctimas, desembocó en los gobiernos del derechista partido Alianza Republicana Nacionalista Arena (Arena), fundado por Roberto d’Auibuisson, el autor intelectual del magnicidio, según el Informe de la Comisión de la Verdad, elaborado por Naciones Unidas.

Fueron dos décadas de absoluto silencio oficial, pero, como consecuencia de los espacios ganados tras los Acuerdos de Paz de 1992, la sociedad civil y la Iglesia comenzaron a organizarse para mantener vivo el recuerdo, con procesiones cada vez más multitudinarias y vistosas, sobre todo en torno a la fecha del asesinato.

Transformado en partido político, el FMLN tomó el poder en junio de 2009. En su discurso de investidura, el ahora expresidente Mauricio Funes no solo invocó a Monseñor Romero –algo inaudito en los 20 años desde Arena–, sino que lo llamó «mi maestro», lo llamó «guía espiritual». El fervor popular de buena parte de la feligresía católica ya estaba asentado, y de la noche a la mañana se superpuso la admiración institucional.

Durante el quinquenio Funes, se rebautizaron el aeropuerto internacional y una estratégica autopista, la Casa Presidencial se llenó de referencias –un cuadro gigantesco, una importante sala de reuniones renombrada…–, el gobierno organizó una ruta turística, y su tumba la visitaron los presidentes de Ecuador, Irlanda, Brasil… incluso Barack Obama paseó por el sótano de Catedral metropolitana, donde están los restos.

Monseñor Romero se ha instalado en el discurso oficial –el FMLN sigue en el poder, ahora con el exguerrillero Salvador Sánchez Cerén como presidente–, si bien su compromiso con los más necesitados y su austeridad parecen ser más difíciles de asumir para la inmensa mayoría de los líderes políticos que lo invocan.

Figura de culto

Incluso amenazado de muerte, Monseñor Romero vivía en una casucha de dos habitaciones, renunció a la protección estatal («Un bienestar personal no me interesa mientras mire en mi pueblo un sistema económico, social y político que tiende cada vez más a abrir esas diferencias sociales», plasmó en su diario), y donó íntegros los US$10.000 que recibió de una universidad para la construcción de un hogar para niños.

Ya en 1978 tres parlamentarios británicos lo visitaron en representación de los 118 que habían firmado la postulación oficial del salvadoreño para el Premio Nobel de la Paz.

Y el culto se ha expandido en el último lustro a la vez que se ha sofisticado.

Naciones Unidas se ha subido a la ola, y desde noviembre de 2010 reconoce el 24 de marzo, fecha en la que lo asesinaron, como el Día Internacional del Derecho a la Verdad en relación con Violaciones Graves de los Derechos Humanos y de la Dignidad de las Víctimas.

La actuación de Monseñor Romero como defensor de los derechos humanos no comenzó a edificarse sobre su memoria. Su entrega fue reconocida –en vida– por universidades de Estados Unidos y de Bélgica, con sendos doctorados Honoris Causa.

La candidatura al Nobel de la Paz no tuvo el éxito deseado por sus promotores. Con el paso de los años distintas voces denunciaron que desde el Vaticano, donde acababa de instalarse el Papa polaco Juan Pablo II, se organizó una campaña para neutralizar la posibilidad de que el incómodo Monseñor Romero recibiera un galardón con tanto brillo. Sea cierto o no, el Nobel de la Paz en 1979 se lo concedieron a una religiosa políticamente más dócil: la Madre Teresa de Calcuta.

«Para mí Romero es un hombre de Dios, pero hay que hacer el proceso, y el Señor tiene también que dar su señal… Si quiere, lo hará. Pero ahora los postuladores tienen que ponerse en marcha porque ya no hay impedimentos», respondió el papa Francisco al periodista que lo consultó.

El 24 de marzo de 2015 se cumplirán 35 años del asesinato de Monseñor Romero. Antes o después el papa Francisco volverá a referirse a la causa de beatificación. Y su figura volverá a ser recordada y venerada en El Salvador –sobre todo, pero no solo–, como ya quisieran ser recordados y venerados tantos santos sin devotos de la Iglesia católica.