Cuando pienso en quienes me enseñaron a amar, lo que viene a mi memoria son momentos, no palabras. Hoy no soy ni sombra de lo que era.
Cada día paso experiencia y persona que he tenido el privilegio de conocer han esculpido cada borde interior y exterior de mi fisonomía… soy la suma de muchas ecuaciones, unas se han grabado más que otras.
Al pasar balance, en mi interior, muy en el interior, sigo siendo esa niña retraída, observadora y contemplativa que no la mata nadie, que nunca da por sentado nada y prefiere callar antes de hablar por hablar.
Todos fuéramos mejores personas si aprendiéramos a medir nuestras palabras y acciones, a no actuar por impulso y dar justo valor al amor y bendiciones que hemos recibido, siempre con ojos abiertos y corazón receptivo al aprendizaje.
A mi primer amor, el más grande de todos, mi padre, le debo gran parte de lo que soy hoy… de él aprendí tanto del amor, la entrega y la amabilidad, propio de un hombre simple, pero no tan simple, del campo que emigra a la ciudad.
Vienen a mi mente esos momentos en que aceptaba, aunque no entendía, esa manía que tenía de que se preparara más comida de la que podíamos comer, a lo que me recordaba, a veces con un dejo de impaciencia a mi recurrente pregunta, que “si alguien llega de visita tendremos con qué alimentarlo”.
Aunque las palabras pueden trasmitir amor, a veces más bien lo señalan. Son esos momentos los que realmente te enseñan a amar, dar, compartir y valorar lo que realmente importa: no lo que tienes, sino lo que compartes.
No crecimos en el lujo, eramos perfectamente imperfectos y, tal vez, no fuimos tan felices como hubiésemos querido, pero, a la suma de momentos, aprendimos a vivir en la simplicidad, a tener paciencia y compasión.
Estos son tesoros que guardo en el cofre de mi corazón. Así que, recuerda que estamos de paso… que tu huella sea guía e inspiración para los que vayan detrás de ti.