Si dentro de la diversidad de definiciones que acerca de la noción de “modernidad líquida” podemos encontrar en la vasta obra del pensador Zygmunt Bauman (Polonia, 1925) para caracterizar la etapa actual del capitalismo, a la que también llama “posmodernidad”, tomara partido por la cuestión esencialmente económica, me contentaría con esta cita: “En su etapa pesada, el capital estaba tan fijado a un lugar como los trabajadores que contrataba.
En la actualidad, el capital viaja liviano, con equipaje de mano, un simple portafolio, un teléfono celular y una computadora portátil. Puede hacer escala en casi cualquier parte, y en ninguna se demora más tiempo que el necesario” (2003).
Nótese cómo el territorio al que estaba fijado el capital, pierde solidez y, empleando la certera metáfora de la “licuefacción”, que proviene de la del “derretimiento” del capitalismo anunciado por Marx y Engels, da paso al predominio del tiempo, de la velocidad, de la volatilidad, tornando ubicuo, escurridizo, virtual un espacio que antes fue monolítico y compacto.
En la “modernidad sólida” el tiempo era eterno, la duración fungía como primer motor de todos los procesos sociales, del pensamiento y la cultura.
En cambio, en la “modernidad líquida”, no hay duración eterna; tampoco largo plazo; todo se rige ahora por los ideales extremos del corto plazo, la inmediatez, la obsolescencia y lo desechable o descartable, no solo de los objetos de consumo, sino también, de las relaciones humanas y la vida.
Todo existe apenas hasta el próximo aviso; hasta su ineludible e inminente caducidad. Sobre los individuos del mundo moderno líquido, y sobre todos sus trabajos y creaciones, pesa demasiado y acecha siempre un espectro: el espectro de lo superfluo.
Vivimos la civilización de los excesos, redundancia, desperdicio y eliminación. También los seres humanos se perciben como desechos, especialmente, los pobres, desempleados, refugiados, migrantes.
En términos cibernéticos –la cibernética se ocupa del estudio de las analogías entre los sistemas de control y comunicación de los seres vivos y las máquinas o artefactos- a la modernidad sólida corresponde el “hardware”; a la modernidad líquida corresponde el “software”.
Estamos en la civilización del ciberespacio o cibermundo, entidades creadas y regidas por medios informáticos; era de la hiperconectiviad, simultaneidad, portabilidad digital desechable, comunidad virtual en red, identidades digitales, el universo y la vida reducidos a pantallas y teléfonos inteligentes, las autopistas de la información, interfaz, chip, liquidez, en fin. Vivimos el simulacro de la virtualidad.
Haber pensado y proyectado estas cuestiones desde los años 90, y problematizarlas filosóficamente, lleva, en nuestro ámbito cultural y científico, el nombre pionero de Andrés Merejo, doctor en Filosofía en un mundo global (Universidad del País Vasco); distinguido recientemente como Miembro de Número de la Academia de Ciencias de la República Dominicana, por sus aportes en el ámbito de las humanidades digitales y autor de obras literarias y ensayos filosóficos como “La vida americana en el siglo XXI” (1999), “El ciberespacio en la internet en República Dominicana” (2007), “Hackers y filosofía de la ciberpolítica” (2012) y “La era del cibermundo” (2015).
En su conferencia de ingreso a la academia, Merejo pone a la nación bajo la lupa de la cibercultura, del cibermundo. Destaca el incremento en nuestro contexto de los “sujetos cibernéticos”, milenaristas y nativos digitales, las redes sociales hiperconectadas; la cibereconomía, ciberpolítica cibereducación; arte, literatura y periodismo digitales; control ciudadano y la expansión de los datos masivos (big data).
Las cifras son abrumadoras. La tecnología no solo influye en nuestro pensamiento, sino también en nuestra jerarquía de valores, cultura, historia, lengua, y estilo de vida, hasta transformarlos y diluirlos. Me conecto, luego, existo.