Las mejoras de los instrumentos de comunicación social son de los elementos distintivos de esta que empieza a llamarse “la cuarta revolución industrial”.
Se ha abierto una oportunidad dorada a la democratización de la información.
Pero junto con la espiga ha nacido una hiedra: la instauración de la mentira y la imprecisión como reinas de los debates.
Ese mal ha logrado mayor espacio allí donde hay menos capacidad reflexiva y sistemas educativos deficientes.
República Dominicana, nación que quedó en penúltimo lugar de las pruebas PISA en lectura comprensiva, tiene un terreno fértil para que la mentira se apodere de cualquier debate.
Los actores públicos mienten con una tranquilidad pasmosa.
Los individuos reproducen falsedades, aún conscientemente, como si fuera de un pasatiempo nacional.
En épocas de debates, con frecuencia se observa el uso de la mentira para sustentar argumentos y cuando sale a relucir la verdad se trata como un mero “ardid” del adversario.
Se ha llegado al punto de que ser portador de la verdad conlleva fuertes riesgos de descrédito, de insultos o de denigración.
Mentir se ha convertido en un ejercicio común tanto para los que debaten en gran público como para quienes lo hacen en privado.