A propósito del momento político que vivimos es pertinente reflexionar sobre los comportamientos, aptitudes y prácticas políticas acordes con la aspiración del Estado social y democrático de derecho que proclama la Constitución dominicana y que ya, por décadas, ha encontrado concreción en muchas de las naciones europeas, especialmente en las nórdicas.
La construcción de ese nuevo Estado que plantea la Carta Magna requiere superar la práctica política tradicional de la razón de Estado de Maquiavelo, que proclama que el fin justifica los medios y que todo vale con tal de obtener y mantenerse en el poder.
El fin de la política no es el poder per se. El poder no es un fin en sí mismo, sino un medio para la realización de bien común basado en la justicia, la equidad y la paz.
La construcción de esta utopía posible partirá del principio de que el buen político no es el que da más en la campaña, sino aquel que le demuestra al pueblo que es capaz de construir una visión de un país mejor y concretarla.
El político que supera el maquiavelismo va más allá de las apariencias, la demagogia y la práctica del sofisma como forma de manipulación y obtención de adeptos.
En política, como en todas las manifestaciones de la vida humana, el ejemplo y el compromiso con el pueblo es el único discurso que convence y transforma una sociedad.
Trascender el Maquiavelismo en política es pisar tierra, conocer la realidad y materializar políticas creativas y participativas.
Es gobernar desde el pueblo porque la descontextualización, los parches y las medidas cortoplacistas lo único que hacen es perpetuar la pobreza y la desigualdad. La política ética requiere sepultar el principio de “divide y vencerás”.
El verdadero triunfo se logra cuando una nación se desarrolla con equidad y el bienestar social lo gesta toda la sociedad.
El protagonista de este proceso es el gobierno, los partidos políticos, los empresarios, las familias y los individuos. Si el país somos todos, la responsabilidad de mejorarlo es de todos sus ciudadanos y ciudadanas.