«Me acusaron de secuestrar a mi hijo adoptivo blanco»
Johnny, de siete años, estaba a punto de tener un ataque de nervios.
Se había despertado de mal humor y la cosa solo iba a peor a medida que avanzaba el día.
En un restaurante en Charlotte, Estados Unidos, Peter vio que Johnny discutía con otro niño en el área de juegos. Tenía que actuar rápido para sacar del restaurante al niño, al que tiene acogido temporalmente, antes de que estallara en una fuerte rabieta.
Peter lo tomó en sus brazos y rápidamente pagó la cuenta.
Mientras llevaba a Johnny al coche, el niño se retorcía malhumorado y todavía estaba agitado cuando Peter lo puso en el suelo para poder abrir la puerta del coche.
Una mujer se les acercó con el ceño fruncido.
«¿Dónde está la madre de este niño?», preguntó.
«Yo soy su padre», respondió Peter.
La mujer dio un paso atrás y se paró frente al coche de Peter. Miró la matrícula y sacó su teléfono.
«Hola, policía, por favor», dijo tranquilamente. «Oiga, hay un hombre negro. Creo que está secuestrando a un niño blanco».
De repente, Johnny se quedó quieto y miró a Peter. Peter lo rodeó con el brazo.
«No pasa nada», le dijo al niño.
Una infancia pobre
En la web de Lonely Planet, la polvorienta ciudad de Kabale es descrita como «el tipo de lugar que la mayoría de la gente atraviesa lo más rápido posible».
En Uganda, cerca de las fronteras de Ruanda y la República Democrática del Congo, sirve como punto de tránsito en la ruta hacia varios parques nacionales famosos en los alrededores.
Para Peter, su ciudad natal todavía le trae recuerdos dolorosos.
La suya fue una infancia en la pobreza. Cuando era niño, ocho miembros de su familia dormían en el piso duro de una cabaña de dos habitaciones.
«Si comíamos, eran patatas y sopa», dice, «y si teníamos suerte, comíamos frijoles».
La violencia y el alcoholismo eran una realidad diaria en la vida de Peter. Para escapar, corría a las casas de sus tías, que vivían a solo unos metros de distancia.
«Por un lado, había una gran familia extendida disponible», dice, «pero era un caos».
A los 10 años, Peter decidió que prefería quedarse sin hogar. Un día agarró todas las monedas que encontró y corrió hacia la parada del autobús.
«¿Cuál de ellos va hasta más lejos?», le preguntó a una mujer que estaba esperando en la parada. Señaló un autobús y, aunque Peter no pudo leer el letrero, se subió. Se dirigía a la capital de Uganda, a 400 km de distancia.
Cuando Peter desembarcó en Kampala después de casi un día de viaje, se dirigió a los puestos del mercado que bordeaban las calles y preguntó a los vendedores si podía trabajar, cualquier trabajo, a cambio de comida.
Durante los dos años siguientes, Peter vivió en la calle. Se hizo amigo de otros niños sin hogar y compartieron sus ganancias o comidas. Peter dice que aprendió una habilidad invaluable para la vida: reconocer la bondad en otras personas con solo una mirada.
Un hombre amable fue Jacques Masiko. Iba al mercado a hacer su compra semanal y le compraba a Peter una comida caliente antes de irse.
Después de aproximadamente un año, el señor Masiko le preguntó a Peter si le gustaría recibir una educación. Peter dijo que sí, y el señor Masiko consiguió enrolarlo en una escuela local.
Después de seis meses, al ver lo bien que le iba a Peter en la escuela, Masiko y su familia le pidieron al niño que fuera a vivir con ellos.
En Jacques Masiko, Peter encontró a un hombre que lo trataba como a un miembro de su familia. Peter le devolvió el favor sobresaliendo en la escuela y, finalmente, ganó una beca para una universidad estadounidense.
Un par de décadas después, Peter tenía poco más de 40 años y estaba felizmente asentado en los Estados Unidos. Trabajaba para una ONG que llevaba donantes a Uganda para ayudar a las comunidades desfavorecidas.
Fue en uno de esos viajes, cuando vio a una familia blanca que viajaba con su hija adoptiva, que Peter se dio cuenta de que los niños en Estados Unidos a veces necesitaban un nuevo hogar tanto como los niños en Uganda.
A su regreso a Carolina del Norte, Peter fue a una agencia de acogida local y dijo que le gustaría ser voluntario.
«¿Has pensado en convertirte en padre adoptivo?», preguntó la señora de la oficina de acogimiento de menores mientras anotaba sus datos.
«Estoy soltero», respondió Peter.
«¿Y?», respondió ella: «Hay muchos niños en el sistema de acogida que buscan modelos masculinos, personas que quieran ser una figura paterna en su vida».
Solo otro hombre soltero se había inscrito para ser padre de acogida en el estado de Carolina del Norte en aquel momento.
Cuando llenó los formularios, Peter asumió que automáticamente sería emparejado con niños afroamericanos. Pero le sorprendió que el primer niño que estuvo bajo su cuidado fuera un niño blanco de cinco años.