Desconozco con exactitud el mecanismo de evaluación que utilizará la comisión especial designada por el Senado de la República para la preselección de los postulantes a miembros titulares y suplentes de la Junta Central Electoral, cuyo mandato es evaluar y recomendar al plenario de ese órgano legislativo los mejores cualificados en el proceso.
Lo correcto, ético e ideal radica en que sea cual sea el mecanismo de evaluación adoptado, esté revestido de la transparencia propia de una sociedad democrática.
A través de la historia esa escogencia ha estado plagada de incredulidades, a partir de creencias, ciertas o falsas, de que los partidos con representación pactan entre sí quiénes serán escogidos, al margen de los méritos profesionales y morales.
Tampoco sé si la baja cantidad de aspirantes, alrededor de 115, que representa menos de un tercio de los que se presentaron hace cuatro años, guarde relación con esas incredulidades.
Esta vez se incorpora la particularidad de que un solo partido, el Revolucionario Moderno, cuenta con la matrícula de senadores suficiente para designar a los funcionarios electorales sin consulta alguna a otras fuerzas políticas.
Aunque ese sea el panorama, prefiero ser incauto y pensar que primará la meritocracia, como ha sucedido con la selección de muchos miembros, presentes y pasados, de la máxima estructura electoral del país.
En el contexto anterior, me tomo la licencia de recurrir a la expresión latina “sapere aude”, que significa atreverse a pensar, y sugerirle a la comisión de senadores que elabore una matriz que le permita asignar el puntaje que corresponda a cada postulante, garantizando, de esa manera, una evaluación justa y creíble.
Corro el riesgo, soy consciente de eso, de que me tilden de soñador o iluso. Prefiero eso a silenciarme ante el proceso de conformación de una institución como la Junta Central Electoral, a la que la Constitución de la República le asigna un rol esencial en la vida nacional.
Desempeña el papel de árbitro en lo atinente a la organización y supervisión de los procesos electorales, además de la guardiana de la identidad y la soberanía nacional.
Muchos creen que su único mandato radica en el artículo 212 de nuestra Carta Magna, que señala que se trata de un órgano autónomo con personalidad jurídica e independencia técnica, administrativa, presupuestaria y financiera, cuya finalidad principal será organizar y dirigir las asambleas electorales para la celebración de elecciones y de mecanismos de participación popular.
Esto se queda empequeñecido frente a la responsabilidad de custodia del Registro Civil y de la Cédula de Identidad y Electoral.
En esencia, el Senado es un órgano político, por lo que se le hace extensivo el artículo 216 de la Constitución de la República: “La organización de partidos, agrupaciones y movimientos políticos es libre, con sujeción a los principios establecidos en esta Constitución.
Su conformación y funcionamiento deben sustentarse en el respeto a la democracia interna y a la transparencia, de conformidad con la ley. Sus fines esenciales son”:
1) Garantizar la participación de ciudadanos en los procesos políticos que contribuyan al fortalecimiento de la democracia.
2) Contribuir, en igualdad de condiciones, a la formación y manifestación de la voluntad ciudadana, respetando el pluralismo político mediante la propuesta de candidaturas a los cargos de elección popular.
3) Servir al interés nacional, al bienestar colectivo y al desarrollo integral de la sociedad dominicana.
Extrapolando ese texto, resulta obvio que en la designación de los miembros de la Junta Central Electoral deben primar la transparencia y todos aquellos procesos que contribuyan al fortalecimiento de la democracia.
El desafío a la democracia está en escena.