
Raquel de Oliveira mira directo a los ojos y dispara palabras como si fueran balas: "La primera vez que maté tenía 15 años".
Recuerda que llevaba una entrega importante de marihuana a un comprador. Fue él quien marcó el punto de encuentro en Rocinha, la mayor favela de Río de Janeiro y de todo Brasil.
Subieron a un apartamento por las escaleras. El dinero estaba ahí, a la vista. El hombre, proveniente de Sao Paulo, trancó la puerta y guardó la llave en el bolsillo. La invitó a fumar, un porro tras otro.
"Quería dejarme tonta y abusar de mí", sostiene.
Pero Oliveira se drogaba desde los seis años con cola de zapatero y marihuana, y en Rocinha era conocida por su capacidad de fumar hierba sin perder el conocimiento.
"Se me vino encima y yo no estaba tonta", dice.
Relata que la cuchilla que la salvó estaba sobre una mesa antigua, junto a varios objetos. "Lo dejé ahí, muerto".
Su "padrino" era un jefe del juego clandestino y cuando la vio regresar con el dinero y la droga, vistiendo una camisa ajena, intuyó lo que había pasado. Y se enojó con ella.
Mandó a uno de sus hombres a vigilar la entrada del lugar del crimen, para descubrir si alguien había visto algo. Y ella debía llevarle la comida, como castigo.
