Marcelino Vega, un día de casi medio siglo que siempre termina donde comienza
El 7 de abril de 1981 no fue un día cualquiera. Santo Domingo despierta tenso. Manifestaciones y protestas populares sacuden el escenario capitalino. Radio Mil Informando, su unidad móvil, recorre las calles, convierte en testigo a la población en torno a cualquier acontecimiento relevante. Como la protesta de los empleados del Ayuntamiento en una de las dependencias municipales, ubicada en los alrededores del mercado de la avenida Duarte; sector Villas Agrícolas.
Allí habría de reencenderse la llama de la perpetua contienda. Los trabajadores defienden a capa y espada, pancartas y consignas, el derecho a readecuar sus condiciones salariales. Ante la negativa del síndico de entonces, Pedro A. Franco Badía, «el pleito está casao».
Y como habría de esperarse, el vespertino La Noticia, dueño de las tardes junto al legendario tabloide El Nacional, no podía mantenerse al margen. Envió dos de sus más probos y dinámicos reporteros a cubrir el conflicto.
Llegaron. Las trincheras parecían definir una versión criolla pro guerra troyana. En ese punto culminante en que no se podía confirmar con precisión si los hechos habían pasado o todavía no habían comenzado.
Los reporteros observan y exploran como sabuesos. De repente, motivado por la vocación de la edad, un menor que vende periódicos se les acerca. Manuel de Jesús Ciprían Váldez. Hilvanan pareceres como colegas. Intercambian impresiones. El menor rinde su informe mientras obreros y policías, deslindan territorio. Llega una furgoneta con el último contingente de «cacos negros».
Uno de ellos, el cabo Hilario Márquez Miliano o el teniente Sánchez Ulloa, asume cuadre de sicario, a cierta distancia del trío. El fotógrafo que acompaña al redactor, Valentín Pérez Terrero, lo sigue con perspicacia. Pero sin ojeriza. De repente descubre las intenciones del agente, que recarga y direcciona el cañón del fusil hacia ellos… Pero ya era tarde. Los proyectiles se habían anticipado al llamado de advertencia.
El primero en caer abatido es el niño pregonero. La bala siguiente, como si obedeciera a una orden política preconcebida, destroza el corazón del reportero. Libreta, bolígrafo y periódicos navegan en sangre. Milagrosamente, el foto-reportero sobrevive.
«¡Coño Valentín, me mataron!» Exclama Marcelino Vega. Lápida de su destino.
Y a poco menos de medio siglo de la inmisericorde tragedia. A casi cincuenta años de nostálgica impotencia, ese siete (siempre siete) de abril de 1981, siempre empieza donde termina. Y viceversa. Como una úlcera noctámbula, eterna, agrieta el universo, renuente a convalecer. A ser un día cualquiera.
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