Los niños fueron informados de cómo sería el complicado rescate, al que los expertos daban pocas posibilidades.
En el mediático rescate de 12 niños y su entrenador de una laberíntica cueva tailandesa en julio del año pasado, hubo un protagonista que consiguió pasar desapercibido: el lodo.
Estaba en todas partes. Manchaba el papel en el que los rescatistas se registraban como voluntarios y obligaba a los periodistas a ponerse botas de jebe cada día, pese a que no podían acercarse a menos de tres kilómetros de la cueva.
Pero lo más importante era que ese barro se revolvía frenéticamente en el agua que inundaba los túneles, donde la corriente lo arrastraba hasta las máscaras de los buzos, nublándoles la vista y asustando hasta a los más experimentados.
Uno de ellos le mostró a Liam Cochrane, el corresponsal en el Sudeste Asiático de la cadena australiana ABC, el video que captó la cámara que llevaba en su casco: «Era como estar al final de un tobogán».
«Tal era la fuerza del agua que bajaba y que caía en avalancha contra su cámara… Decimos que estaban buceando en la cueva pero, en realidad, la mayor parte del tiempo la pasaron tirando de una cuerda guía para avanzar. No podían nadar contra la corriente. Por eso tardaban tanto en entrar y salir de la cueva».
Cochrane, que cubrió el rescate para ABC, acaba de publicar el libro The Cave («La cueva»), en el que da a conocer nuevos detalles de los 18 días que los Wild Boars, un equipo de fútbol formado por chicos de entre 11 y 16 años, pasaron atrapados en Tham Luang Nang No, la «Gran cueva de la dama dormida».
«Los buzos suelen sumergirse en cuevas inundadas donde el agua es clara y el barro se asienta en el fondo. En realidad, solo los exploradores y espeleólogos acérrimos se meten en aguas llenas de barro», explica en una entrevista telefónica con BBC Mundo.
«Uno de los buzos que participó en el rescate lo describió [los túneles inundados] como el lugar menos hospitalario de la Tierra«.
«Es un sitio donde los humanos simplemente no deberían poder sobrevivir», afirma Cochrane.
Ante un ambiente tan hostil, se descartó la posibilidad de enseñar a bucear a los Wild Boars para que pudieran salir por sí mismos. El peligro de que entraran en pánico bajo el agua era demasiado grande.
Las autoridades tomaron entonces una decisión difícil y arriesgada, en cuyo éxito muy pocos confiaban: sacarlos de la cueva sedados, maniatados y sin decírselo a sus padres.
0% de éxito
«Al principio, tal vez suene aterrador que a estos chicos les ataran las manos a sus espaldas mientras estaban inconscientes, pero era absolutamente necesario para su seguridad», asegura Cochrane, que pudo revelar este detalle en su libro tras hablar con decenas de personas, entre ellas John Volanthen, uno de los dos buzos ingleses que encontraron a los niños.
Con testimonios como este pudo recrear cómo se ejecutó la salida de aquella cámara subterránea donde los pequeños futbolistas habían encontrado refugio.
Richard Harris, un anestesista australiano experto en buceo había sido convocado junto a su amigo Craig Challen, un veterinario, para encargarse de la sedación.
«A Harris luego se le preguntó qué probabilidades de éxito creía que el rescate iba a tener y respondió: ‘0%’. Pensó que no había posibilidades de sacar a los chicos vivos y pese a eso decidió hacerlo de todas formas», recuerda Cochrane.
El plan de rescate sonaba tan increíble que el gobierno de Australia les tramitó a Harris y Challen inmunidad diplomática para que pudieran salir de Tailandia sin problemas en caso de que los Wild Boars murieran.
La sedación
El 8 de julio de 2018, los buzos del ejército tailandés que habían estado quedándose en la cueva con los Wild Boars los reunieron en lo alto de la cuesta en la que se resguardaban del agua, a unos 20 metros sobre ella.
Abajo los esperaba Harris con la combinación de medicamentos que había decidido usar tras consultar a varios especialistas.
Este consistía en darles una pastilla de 0,5 miligramos de alprazolam, un ansiolítico, mientras aún estaban con sus amigos para que se tranquilizaran.
Luego, debían bajar para que Harris les inyectara en las piernas ketamina, un tranquilizante de caballos que también se usa como droga recreativa por sus efectos alucinógenos. Este fármaco era el que pondría a dormir a los Wild Boars y se administraría en dosis de acuerdo al peso corporal: cinco miligramos por cada kilo.
Como su efecto no dura más de una hora, los buzos encargados de cargar a los niños y el entrenador sedados llevaban consigo jeringas para inyectarles más ketamina en cuanto notasen que su efecto estaba pasando.
Por último, Harris les inyectó también en las piernas atropina para reducir la segregación de saliva y evitar así que se ahogaran con ella.
«Escalofríos»
Después de la sedación, los buzos eran los encargados de poner a los niños y al entrenador el equipo de buceo, que incluía una máscara para toda la cara.
Luego, vendría la parte más polémica: atarles las manos a sus espaldas con bridas de cable.
«Ellos debían ir bajando de uno en uno y se suponía que el resto no debía ver eso [que les ataban las manos]», afirma Cochrane.
«No sabían que iban a ser atados. Sí intentaron echar un vistazo, claro, como chicos que son tenían curiosidad de qué les estaba pasando a sus amigos…»
Aunque sí se les había dicho que iban a salir sedados y con una máscara de buceo: «Y al parecer reaccionaron de manera muy calmada y positiva a esa información. Como te puedes imaginar, tras dos semanas en la cueva solo querían irse. No les importaba realmente cómo».
De toda su investigación, la inmovilización de las manos fue lo que le dio más «escalofríos» al periodista, que, sin embargo, defiende la decisión: «Si se despertaban en la parte inundada del túnel y empezaban a forcejear y a intentar quitarse la máscara o algo así, eso podría haber sido letal para ellos y para el buzo«.
Antes de embarcarse en la dura travesía, los buzos hacían una prueba sumergiendo a los niños y esperando para verificar que respiraban correctamente con el equipo estando sedados.
Se vivieron momentos complicados como cuando uno de ellos, durante estas pruebas, dejaba de respirar cada vez que era sumergido. A los buzos les tomó entre 15 y 20 minutos conseguir que el cuerpo del chico dejara de reaccionar así y continuara respirando bajo el agua.
Al final, el plan de rescate en el que pocos confiaban resultó exitoso y todos los Wild Boars salieron sanos y salvos, sin la menor idea de lo que les esperaba afuera.
Tal era su desconocimiento del revuelo mediático que había generado su caso, que, cuando se le pidió a Ekapol Chanthawong, el entrenador de 25 años, que decidiera quién saldría primero, su criterio fue elegir a los que vivían más lejos para que llegaran antes a sus casas y pudieran avisar que todos estaban vivos.