En todas las sociedades, determinadas personas reciben el privilegio de servir, unas veces en pequeños roles, pero en otras, de tan gran magnitud, que tienen en sus manos el destino de una nación en momentos determinados de su historia.
Los órganos de organización, administración y supervisión electoral, por ejemplo, cuentan con una enorme responsabilidad, debido a que sobre ellos radica el compromiso de conducir eficazmente los procesos para la escogencia de las principales autoridades, que entraña arbitrar las luchas por el control político.
No se trata de algo sencillo, porque requerirán de altas dosis de inteligencia emocional en tiempos de crisis y de confrontaciones.
El ideal consiste en que los integrantes de los órganos electorales trabajen mucho y hablen poco; jamás deben dejarse seducir por los “flashes” mediáticos.
Desde 1923, año en que fue creada la Junta Central Electoral (JCE), se registran excelentes gestiones electorales, pero también otras en las que ha escaseado la inteligencia emocional, una cuestión vital en el arbitraje de procesos eleccionarios.
La inteligencia emocional para la autoridad electoral resulta relevante. Se trata de la forma de interactuar con la sociedad que tiene en cuenta las emociones, los sentimientos y habilidades de cómo la autoconciencia, la motivación, el control de sus impulsos, el entusiasmo, la perseverancia, la empatía, y otras cualidades fundamentales en una correcta gestión.
La verdad, hay que decirlo, para los que superamos unas cuantas décadas de vida, quizás la adaptación sea complicada, ya que hablamos de un término relativamente nuevo, acuñado en 1990 por los psicólogos Peter Salovey y John Mayer, de la Universidad de Yale.
Contrario al político, que procura el éxito de control de las estructuras de poder mediante el convencimiento y la persuasión, la autoridad electoral debe actuar con prudencia y lo más silenciosamente posible.
La complejidad de la gestión electoral provoca que esta tarea sea más difícil de lo que aparenta, por lo que el uso inadecuado de la palabra puede conducir a que, muchas veces, se convierta en “boomerang” en determinadas coyunturas de un país.
La historia de la humanidad recoge narraciones que resultan aleccionadoras y que pudieran servir de reflexión permanente para buena parte de los que padecen de exceso doxario.
A ellos solo les interesa qué dirán los titulares de los telediarios, las redes sociales o los periódicos, sin reconocer que el silencio estratégico constituye un antídoto eficaz contra la sepultura histórica que siempre está a la caza del funcionario.
Una de esas narraciones la simboliza Harpócrates, el nombre griego de Horus, uno de los dioses principales de la mitología egipcia, hijo de Isis y Osiris. Aunque su procedencia es la tierra de los faraones, sus enseñanzas llegaron hasta Grecia y Roma.
Particularmente en la antigua Roma, sus estatuas solían adornar las entradas de los más concurridos templos, representada en un niño con un dedo puesto sobre los labios, que demandaba silencio o prudencia en el hablar en los lugares sagrados.
Las interpretaciones han sido diversas a través de la historia, pero todas coinciden en la importancia de callar y ser prudente cuando un momento así lo aconseja; pero nada de complicado, porque no se trata de algoritmo, de método de ritmo ni de historias contadas de diferentes formas.
Tampoco de renuncias, y punto. En las últimas semanas, desde las más altas instancias de la JCE se han hecho exposiciones mediáticas poco recomendables.