I. De la gravedad al brillo: dos civilizaciones en tensión
Byung-Chul Han, en El buen entretenimiento, describe un tránsito espiritual que define a nuestra época: hemos pasado de la civilización de la gravedad -centrada en el deber, el sacrificio y la seriedad- a una cultura del brillo, donde lo lúdico y lo inmediato ocupan el lugar del sentido. En la visión cristiana y occidental tradicional, el trabajo y el sufrimiento fueron caminos hacia la plenitud. La passio, de donde proviene la palabra “Pasión”, no designaba deseo, sino padecimiento: la entrega total al sentido que da valor al dolor.
El ser humano, hecho a imagen de un Dios que trabaja seis días y descansa uno, veía en el esfuerzo una forma de imitar al Creador. Kant interpretó la moral como deber: el dominio de la razón sobre la inclinación. Para Hegel, el trabajo era la mediación por la cual el espíritu se reconoce en el mundo; en él, el deseo se sublima y se convierte en cultura. Así, tanto la ética cristiana como la filosofía moderna compartieron la convicción de que el esfuerzo y la disciplina redimen.
II. El ocaso del sufrimiento y la era de la distracción
Esa visión del mundo empieza a resquebrajarse con Nietzsche, quien anuncia la “muerte de Dios”. Sin un fundamento trascendente, el dolor pierde sentido; el hombre moderno, sin redención posible, huye de él. Byung-Chul Han llama a este nuevo fenómeno lupopatía: la enfermedad de lo lúdico, la idolatría del
entretenimiento. El ocio ya no es contemplación ni pausa, sino consumo de estímulos. El sujeto no soporta el silencio ni la demora; necesita llenar cada instante con algo “divertido”.
Heidegger había advertido que la técnica convertiría al hombre en un ser incapaz de habitar el mundo con profundidad. Luhmann, desde la teoría de sistemas, observó cómo las comunicaciones modernas giran sobre sí mismas, sin contacto con la verdad ni con la interioridad. Todo se estetiza, todo se banaliza. En el arte, Robert Rauschenberg encarnó esta deriva: sus collages simultáneos, hechos de fragmentos cotidianos, reflejan la estética del presente, donde lo sublime y lo trivial coexisten sin jerarquía. El arte, como la vida, se vuelve entretenimiento.
III. El buen y el mal entretenimiento: la distinción perdida
Sin embargo, Han no se limita a condenar el entretenimiento. Propone distinguir entre el mal entretenimiento -que diluye la atención, el silencio y la verdad- y el buen entretenimiento, que puede reconciliar el placer con el sentido. No todo ocio es vacío ni toda seriedad es virtud. El buen entretenimiento abre un espacio donde el juego, la risa o la belleza efímera se vuelven expresiones del espíritu, no evasiones. En este punto, Han se acerca a Nietzsche: el juego puede ser creativo si
conserva la tensión con la seriedad. “Deberías tener caos dentro de ti -escribió Nietzsche- para dar a luz una estrella danzante.” Lo lúdico no es enemigo del espíritu si está habitado por el asombro. El problema no es el placer, sino su banalización; no es el ocio, sino su vaciamiento.
IV. Hacia una reconciliación: volver a la Pasión
Reconciliar los dos mundos -el del trabajo y el del entretenimiento- implica rescatar el sentido originario de la Pasión. No se trata solo de sufrir, sino de padecer con sentido, de entregarse a algo que nos trasciende. La cultura cristiana, al sacralizar el sacrificio, enseñó a transformar el dolor en significado.
La cultura del entretenimiento, al exorcizarlo, ha perdido el vínculo con la profundidad. La reconciliación no exige volver al ascetismo, sino devolverle al placer su raíz espiritual.
La Pasión, entendida como experiencia total -que une gozo y sufrimiento-, puede ser el puente entre la cruz y el espectáculo. El entretenimiento deja de ser anestesia cuando se convierte en atención; el arte recupera su poder cuando nos conmueve, no cuando nos distrae. Lo que necesitamos no es más
diversión, sino otra forma de divertirnos: una que nos haga más humanos, más presentes.
V. Conclusión: jugar con seriedad, sufrir con belleza
El desafío de la modernidad tardía es volver a unir lo que el consumo separó: el trabajo y el ocio, el esfuerzo y la gracia, el dolor y la risa. Como sugiere Han, disfrutar con sentido es la tarea espiritual de nuestro tiempo. Mirar una obra sin convertirla en contenido, escuchar una música sin interrumpirla, contemplar un paisaje sin tomar una foto: pequeños gestos de resistencia frente a la superficialidad.
La cultura cristiana nos enseñó a redimirnos a través del sufrimiento; la cultura del entretenimiento nos invita a olvidarlo. Tal vez el espíritu moderno solo encuentre paz cuando aprenda, de nuevo, a jugar con seriedad y a sufrir con belleza.