La mujer, bella y joven, tenía el cuerpo lleno de lunares. Todos bien distribuidos. En el rostro, alrededor de los pómulos estaban agrupados los más excitantes, y formaban una pequeña constelación.
El hombre, a su lado, empezó a besarla despacio; y le dijo: me voy a beber todos tus lunares. Ella, escéptica, se deshizo en una abierta risotada.
Los labios de él empezaron un demorado recorrido; y con cada beso, uno a uno, los lunares de la cara se iban desvaneciendo. Ya está, dijo.
Ella, incrédula, se levantó de la cama, buscó su rostro en el espejo y vio que no quedaba rastro de los lunares que había llevado toda la vida. No era una broma, se dio cuenta. Estaba abatida desconcertada. La imagen no reflejaba el rostro que era su esencia humana. Sin los lunares de siempre parecía otra mujer. Con un rostro fantasmal, sin historia.
El hombre se reía con dulzura.
Devuélvemelos, dijo la mujer cuando regresó a la cama, sin esconder su enojo. Sí, dijo él; y empezó a besarla despacio, dejando con el recorrido de sus labios cada lunar en el lugar que había estado toda la vida.