El abuelo escuchó al nieto contarle cómo aborrecía a un compañero de la escuela que le hacía la vida imposible con sus maldades y travesuras.
Yo también he sentido odio hacia aquellos que han abusado de mí -dijo el abuelo-; pero el odio te hace daño a ti y no lastima a quien aborreces. Es como si te tomaras un veneno esperando que le haga daño a tu enemigo. Yo he luchado contra esos sentimientos muchas veces.
Es como si dentro de mí convivieran dos lobos. Uno es bueno y no hace daño, vive en armonía con lo que le rodea, no se ofende ni ofende a nadie.
Pero el otro lobo, ¡ah!, el otro lobo está lleno de odio, pierde el control de sí mismo por cualquier pequeño detalle, pelea con todo el mundo, todo el tiempo, sin motivo alguno. El odio no lo deja pensar ni escuchar razones.
Lo peor de todo -prosiguió el abuelo- es que tengo que vivir con estos dos lobos dentro de mí, porque ambos luchan constantemente por dominar mi espíritu.
El muchacho miró al abuelo directo a los ojos y le preguntó:
¿Y cuál de los dos gana el pleito?.
Con una amplia sonrisa, el viejo respondió:
El que yo alimento, hijo mío, el que yo alimento.