Los límites del debate

Los límites del debate

Los límites del debate

En la sociedad del espectáculo actual la convocatoria a debate parece lucir un medio adecuado para dilucidar las verdades de las cuestiones más diversas. Sean propuestas políticas o modelos económicos, el valor del arte o de los valores para educar a los jóvenes, son constantemente convocados diversos actores para debatir, y en los casos que han ocurrido tales enfrentamientos de ideas, los espectadores toman partido por quienes “demostraron su verdad” o denuncian eufóricos a los “que fueron derrotados”. Y cada uno termina considerando como “vencedor” a quienes de entrada comparten sus filias y fobias. Como en las galleras, pero compitiendo a quien vocee mejor.

La verdad, en cuanto apertura lúcida a la realidad, no está vinculada al talento de un expositor “pico de oro”, ni al uso de sutiles falacias, y mucho menos al respaldo del auditorio que previamente tiene posturas asumidas sobre el tema.

Debatir de cara a las masas puede ser un recurso para generar respaldos, pero nunca un criterio de verdad. Dos casos ejemplares son los de Sócrates y Jesús, que fueron aplastados en el debate por sus opositores hasta el grado de pagar con sus vidas su incapacidad de ganar la voluntad de los que se oponían a sus propuestas. En cambio, los dos tenían la verdad de su lado.

Otra cuestión muy diferente es el debate en el seno de una comunidad de aprendizaje e investigación, donde se exponen resultados de estudios e hipótesis de trabajo. A esta metodología de debate corresponde la racionalidad científica y crítica, donde todo resultado siempre es considerado provisional y la validez de las propuestas parten de su posibilidad de ser refutadas. Este tipo de debate no es posible en el foro público y lo que menos busca es ganar frente a los contendientes, su objetivo es buscar la verdad, aún a costa de la postura personal.

En democracia la posibilidad de debatir las ideas es esencial, pero sin una sociedad con altos niveles educativos, el debate se convierte en demagogia para capturar el favor de la gente en base a su ignorancia sobre los temas discutidos. La democracia demanda cierta autonomía de la mayoría del pueblo respecto al Estado -Aristóteles señalaba que únicamente era posible donde la clase media es mayoritaria- y un nivel educativo elevado para que las decisiones políticas sean analizadas a profundidad -aporte que le debemos a Platón y su gobierno de filósofos no sometidos a votación popular, ni a la fuerza de las armas. Estos supuestos tornan la democracia en un modelo utópico que sirve como guía a la construcción de sociedades donde haya más libertad, respeto por las leyes, racionalidad en los procesos económicos y políticos, y tolerancia a la diversidad siempre que se respete la dignidad de cada persona.

El fanatismo, que se fundamenta en el dogmatismo, es enemigo declarado de la democracia y promueve la intolerancia en el seno de la sociedad. La lógica de las propuestas dogmáticas es construir relaciones violentas que vayan destruyendo a los declarados como opuestos a sus creencias, tanto social, como físicamente, por eso el camino que va del fanatismo a la guerra es una ruta recta y previsible. Las grandes masacres que ha vivido la humanidad regularmente tienen como antecedente inmediato la promoción de ideas políticas y religiosas autoritarias.

El escepticismo, en cambio, es un recurso de la razón para avanzar constantemente en el estudio de la realidad y construir relaciones de respeto y diálogo entre todos los seres humanos. Para los fanatismos religiosos y los autoritarismos políticos la educación que promueve el pensamiento crítico y el cuestionamiento de las “verdades oficiales” es objeto constante de ataques despiadados. La historia muestra, con meridiana claridad, que las sociedades abiertas y críticas ajustan mejor sus procesos de desarrollo, releva los liderazgos obsoletos e impulsa el conocimiento y la ciencia para el bienestar de su sociedad y el mundo.