En el quehacer científico, la técnica es un mecanismo implacable. En el orden poético ha de ser asumida, más bien, como dispositivo de libertad; más como horizonte que como frontera.
La técnica poética puede plantearse como aventura del sujeto de la escritura (artífice de la enunciación) en el cerrado y abierto universo de la lengua. Enunciación, digo, para no incurrir en el equívoco de Rousseau, custionado y superado por Derrida, a partir del cual la escritura habría de ser entendida como un suplemento del habla.
Se trata de una aventura, la misma que describe Borges en su Epílogo a “El hacedor” (1960), que reza: “Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara”. He ahí la intransferible y céntrica posición del sujeto, del artífice en su obrar discursivo.
Paradoja, reitero, la de la noción de técnica poética, que el mismo Borges destaca en su prólogo a “La rosa profunda” (1975), cuando sustenta que fueron los clásicos quienes profesaron la doctrina romántica de que una musa inspira a los poetas, y que, por otra parte, es un poeta romántico, Edgar A. Poe, quien hacia 1846 formula la doctrina clásica del poema como una operación de la inteligencia. El hecho, según Borges, es paradójico.
En ambos casos no es una estética o una teoría literaria lo que está en juego; antes bien, la posibilidad y riesgo técnicos de invención poética por medio del lenguaje. Porque la finalidad ulterior del hecho poético, si de veras está el poema dotado de finalidad, se cifra en la insinuación -jamás fijación- de un sentido o multiplicidad de sentidos, sin otra causalidad que la palabra misma. En este orden se instala la dimensión metasemántica del texto poético.
La técnica poética debe prescindir de preceptos de cualquier estirpe. Porque la poesía, aun siendo un hecho de lenguaje tiende, por mor de su propia estrategia estética, a trascender el lenguaje mismo.
El precepto mata la naturalidad con que ha de forjarse un poema. Esa naturalidad que Huidobro requería en el poeta, con el mismo carácter con que la naturaleza hace un árbol. Ninguna preceptiva debe amenazar la soberanía de la poesía. De lo contrario, la escritura poética sería una empresa fracasada. En esta dirección va nuestro reclamo de superación de los preceptos en el proceso de creación poética. Entre esos yerros preceptivos podríamos citar el del ritmo entendido como musicalidad o cadencia; el de la lengua asumida como un reducto de la gramática; el del compromiso ideológico de la escritura, que es, por demás, un precepto ajeno al poema mismo.
La obra literaria se resiste a cualquier suprafunción, sea esta paraestética o paraideológica. Es la lengua, factor constitutivo por excelencia del hecho poético, la que ha de contener todo cuanto el poema ha de envolver en su estrategia discursiva.
La técnica poética ha de ser parte integral del reto, de la aventura escritural. Escribir un poema es, como dijo Umberto Eco de la novela, amueblar un mundo. Porque un poema empieza y termina como un hecho de lenguaje. Y las técnicas poéticas serán válidas o no en función de cuánto se acerque la concepción estética del creador a la del poema como concreto de lengua y pensamiento.
La técnica poética debe ser tomada en cuenta como un agregado de la soberanía inherente al pensar como poetizar.