Resiste toda forma de prueba o desafío el argumento según el cual literatura es pensamiento. ¿Por qué? Por el simple hecho de que entre lengua y pensamiento no hay abismo, siquiera sutil fisura; y la literatura es, en efecto, expresión máxima de esa unidad tensional, de esa compacidad de raigambre cultural.
Además, lengua es cultura; lengua es sociedad; lengua es historia; lengua es individuo. Y el habla es el “principium individuationis” (Schopenhauer) del sujeto. Esta argamasa es parte esencial de la creación literaria.
Esos elementos conforman una totalidad, desde la génesis misma de la obra, por cuanto es la lengua el sistema simbólico por excelencia y de él, por mor del lenguaje como facultad general, emerge lo dicho o lo escrito. Pero también envuelve el proceso creativo una especie de estrategia ulterior de totalización, la cual se corresponde a plenitud con un enunciado de Rilke en “El testamento”, que reza: «El arte es la pasión de la totalidad. Su resultado: serenidad y equilibrio de lo numéricamente completo».
Hay en la obra literaria una pretensión totalizante colocada más allá de la articulación entre lo singular y lo universal, que tanto preocupó, con razón, a Georgy Lukács y a otros estetas marxistas. Dicha pretensión totalizante se erige sobre ciertos determinismos históricos, básicamente el apelado como estadio de lengua, pero, los trasciende despiadadamente. Es decir, por necesidad. Esta pretensión es un “pathos” inalienable a la obra misma, que pone en juego dos facultades de nuestra psique, a saber: las capacidades de análisis y de ingenio.
Desde la Ilíada y la Odisea hasta nuestros días, la obra literaria, muy por encima de la clasificación de que sea objeto (v.g. la teoría de los géneros literarios), ya por fundamentación teórica o ya por inveterada y antojadiza práctica, está enclavada en esa típica articulación de lo analítico con lo ingenioso.
Como muestra podríamos tomar la aventura que por los caminos de la erudición y la ficción emprende Umberto Eco en sus novelas “El nombre de la rosa” y “El péndulo de Foucault”.
Pero entre otras tantas obras posibles de ser citadas, valdría la pena referirnos a alguna de Edgar A. Poe, quien como señala Diego Navarro en el prólogo a “Historias extraordinarias y poemas” (Plaza y Janes, Barcelona, 1973), llega a combinar de insólito modo las impalpables sombras del misterio y un poder analítico, una minuciosidad en los detalles pocas veces superada, lo que le permite dar una maravillosa realidad a sus más irreales fantasías. Sus historias y núcleos poéticos baten un aire de puras construcciones matemáticas.
Como se sabe, Borges cazó estos destellos en Poe y en parte de la tradición literaria inglesa. Sin embargo, lo extraordinario en el escritor bostoniano está en haber hecho de la misma problemática de articulación del poder de análisis y el poder de ingenio un abigarrado trasunto, no sólo para la teoría de la literatura, sino también, para la estrategia ficticia misma.
Entre los años 1841 y 1842 escribe y publica Poe el relato titulado «Los asesinatos de la rue Morgue». Este texto es una mostración de la capacidad analítica y prueba de ingeniosidad del personaje central del relato llamado Monsieur C. Auguste Dupin. Aquí, afirma Poe, en su condición de narrador omnisciente, son muy poco susceptibles de análisis aquellas condiciones mentales a las que llamamos analíticas.
Además, sustenta que: «El poder analítico no debe confundirse con el simple ingenio, porque mientras el analista es necesariamente ingenioso, el hombre ingenioso está con frecuencia notablemente incapacitado para el análisis». Separa ingenio y análisis como también fantasía e imaginación, aunque admite que el sujeto ingenioso es siempre fantástico, mientras que el imaginativo es analítico.