Desde tiempos de Alix ni siquiera los decimeros están exentos de dudas en cuanto a si, como el canario que invocaba el pico de oro Logroño, sólo cantan si hay provisto suficiente alpiste.
Es una triste característica de los tiempos que esta percepción esté tan generalizada que al debatir ideas políticas o temas públicos, una frecuente reacción es descalificar al contrario alegando que opina o habla por paga.
Aparte del legítimo ejercicio del “advocacy” o de abogados, contadores, economistas y peritos cuyas opiniones profesionales cuestan de acuerdo a su prestigio o talento, es tan común que parece normal o ético escribir u opinar en medios o prensa bajo piel de cordero siendo lobo (tipo “homo homini lupus est”). En las velloneras de antes, tocadiscos operados con monedas, la música la decide quien paga.
Alguna gente cree que la colocación de publicidad pagada equivale al menudo de esas máquinas sonoras, que el pueblo bautizó como bocinas, cornetas o epítetos peores. Así como entre muchos ciudadanos honestos es impensable dedicarse a la política, ser periodista conlleva un estigma terrible, justificado por ídolos con pies de barro como en la visión de Nabucodonosor. Parece que sólo es posible ser dizque serio dedicándose a la maledicencia, el chantaje encubierto, la denuncia ligera o la coba injustificada. Por eso al raro elogio merecido y desinteresado lo atacan calificándolo como lisonja. Entre tanta gritería vulgar, de nada vale hablar bajito decentemente expresando opiniones sinceras. Quizás me estoy poniendo muy viejo para avanzar o convivir en este lodazal…