La invasión rusa a Ucrania pretende fundamentarse en una lectura de la historia que glorifica el rol de los líderes fuertes en la construcción nacional y en la expansión imperial del país que todavía ocupa el más grande territorio del planeta.
Tales razonamientos nos provocan justo rechazo desde nuestra perspectiva democrática, liberal y republicana, heredada de la revolución francesa, recogida en nuestras constituciones, en la declaración de los derechos humanos y en la carta de la ONU.
Es la perspectiva que rige en Ucrania del presidente Zelensky, elegido por el voto popular y merecedor de la admiración mundial.
No se puede negar, sin embargo, que en todos los países fue un líder fuerte quien alcanzó la unidad nacional.
Fue el padre de Alejandro Magno, Philipos de Macedonia, quien unificó Grecia.
Fue Genghis Khan quien hizo de China el más grande reino unificado del centro de la tierra, donde circulaba el papel moneda y reinaba el libre comercio con sus estados tributarios circundantes.
Fue Isabel la Católica quien puso a España sobre el camino de la unificación nacional, sometiendo a la autoridad del estado a sus “grandes”, hasta entonces más poderosos que todos los monarcas precedentes.
Fueron Luis XIII y su hábil primer ministro, el Cardenal Richelieu, quienes sometieron en Francia a sus propios “grandes”, sentando las bases del que sería eventualmente el más poderoso estado del continente europeo, hasta la unificación alemana lograda por Bismark – otro hombre fuerte – en 1871.
De Francia llegaría a España Felipe V, el primer Borbón, biznieto de Luis XIII, en el siglo XVIII, trayendo consigo las técnicas administrativas implantadas por Richelieu: un ejército nacional, un servicio civil y una tributación unificados, en un país que hasta entonces estuviera fragmentado en reinos.
Rusia sólo ha conocido líderes fuertes en su historia. Fueron Iván el Terrible y Pedro el Grande quienes unificaron el territorio actualmente conocido.
Catalina la Grande, pese a su amor por la ilustración y su amistad con Voltaire, fue tan absolutista como sus predecesores y tan imperialista como sus sucesores, ocupando territorios en Bielorusia, Lituania, Polonia y Ucrania.
El más popular para el liderazgo ruso actual es el reaccionario Nicolás I, cuya tríada de “autocracia, nacionalidad y ortodoxia” se contrapone al “caos” del breve interregno democrático de Yeltsin, durante el cual se posicionaron las figuras que hoy controlan los principales activos rusos, en la forma de “testaferros de confianza” provenientes de los organismos de seguridad.
Son los nuevos “grandes” que, como la comedia que sigue a la tragedia, colocaron y luego rindieron tributo al hombre fuerte. Las certeras sanciones occidentales los han dejado sin activos. Quizás por ello sean ahora tildados como “quintacolumnistas”, acusados de conspirar contra el régimen.
Nicolás I perdió su propia aventura ucraniana durante la guerra de Crimea, muriendo poco después de pulmonía, sólo y aislado, sin que nadie hiciera esfuerzo alguno por tratársela.
Un siglo después caería Stalin, “por un derrame cerebral”. Por 24 horas nadie trató tampoco de enterarse de su estado.
Por muy fuertes que fueran, del polvo salieron y en polvo se convirtieron.