Uno de los temas más debatidos en los últimos tiempos es el relativo a la sentencia judicial que declara ilegal el establecimiento de un museo de la llamada Era de Trujillo y prohíbe la comercialización del libro Mi Padre, de la autoría de la hija del dictador.
Es comprensible, desde un punto de vista humano, el rechazo a todo lo que huela a la dictadura trujillista por parte de los familiares de aquellos que fueron víctimas de la crueldad del sátrapa y sus secuaces, en particular, y de todos los dominicanos, en general.
La Era de Trujillo fue, desde el principio al fin, una oscura noche de oprobio, vergüenza y negación de los más elementales valores morales e institucionales.
Una de sus lacras fue, precisamente, su marcada intolerancia y su desprecio por los derechos de los demás, especialmente por el derecho a disentir, a no estar de acuerdo. Todo el que no estaba de acuerdo con el régimen sufría los implacables efectos de la represión.
Pero pretender impedir la circulación de un libro cualquiera, como si estuviéramos en la Edad Media, por muy laudatorio del tirano que fuere, equivaldría a validar lo que tanto se le ha criticado a la dictadura.
Del mismo modo, es difícil tratar de justificar que se quiera impedir la creación del museo de marras si éste es financiado por personas o entidades privadas.
Lo que no debe permitirse es que el tal museo se haga con fondos del Estado.
La democracia no se impone adoptando medidas antidemocráticas.
Respondamos a la iniquidad abriendo museos donde se pongan de manifiesto las crueldades y aberraciones de Trujillo, que puedan compararse ventajosamente con los museos trujillistas.
Permitamos, por demás, que circulen libros de todo tipo, confiados en que la verdad siempre ha de resplandecer, sin necesidad de convertirnos nosotros mismos en enemigos de las libertades que proclamamos defender.